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lunes, 17 de marzo de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

 CAPÍTULO 8

La joven mujer marcó otro número de teléfono.

—Dime — contestó al otro lado la voz de la subinspectora Patricia Esteban.

—Hecho —, tres toques de llamada y luego he cortado.

—Estupendo. Dentro de un rato, vuelves a repetir la llamada.

—Sí, pero…

—Nos interesa que tenga miedo —la subinspectora la interrumpió —, tanto que el códice deje de tener importancia para ella.

—¿Qué va a pasar conmigo? —su voz denotaba inquietud.

—¿Contigo? ¡Nada! —Patricia dejó escapar una sonora carcajada —. En teoría, tú ya no existes.

—¡Pero en la práctica, sí! —la joven no parecía nada divertida con la situación.

—No te ocurrirá nada. Haz lo que hemos pactado y luego hablamos —. La mujer dejó pasar unos segundos —Tranquila, Sara.

El pi-pi-pi le indicó que Patricia Esteban había colgado. Sara se quedó observando la pantalla del móvil, como esperando de ella alguna respuesta a su incertidumbre. Luego negó con la cabeza, en un intento de alejar de su mente malos presagios. Esperó unos minutos y volvió a marcar el número de teléfono que Noemí Carranza le había dado.


Gregorio Muñoz observaba fijamente a su jefa. Había estado presente, en silencio, mientras esta había mantenido la conversación telefónica con Sara. Cada vez le alarmaba más la extrema ambición de Patricia, le aterraba pensar hasta donde sería capaz de llegar una policía corrupta para conseguir sus objetivos. ¿Cómo se había metido él en semejante embrollo? Cuando conoció a su superiora, solo quería aprender y convertirse en un buen agente de la ley. Admiraba a aquella mujer de carácter fuerte que no se amilanaba ante nada. En esos tiempos no sabía quien se escondía en realidad tras aquella fachada de policía intachable. Y, cuando se quiso dar cuenta, Patricia lo había metido, sin prácticamente ser consciente de ello, en aquel mundo oscuro, de codicia e inmoralidad, vestido con un uniforme de integridad y justicia. Y así, contra su voluntad y de forma inconsciente, se convirtió en su cómplice. La subinspectora Esteban lo fue enredando en su tela de araña sin posibilidad de escape. Pero Gregorio era un hombre íntegro y el recordar todo lo que, persuadido por Patricia, había hecho no le permitía conciliar el sueño.

El día en que Sara “murió” Gregorio, siguiendo las órdenes de su jefa, se dirigió a la librería de Esther. Esperó, apostado tras una esquina, hasta que vio a esta salir del local y dirigirse al bar. Con paso tranquilo, para no levantar sospechas, se dirigió a la librería y, como si fuera un cliente más, entró en ella. Había libros por el suelo y todo estaba en desorden. Sara no se sorprendió de verlo.

—No había forma de que Esther saliera a desayunar, precisamente hoy —, dijo mientras se movía, de forma mecánica, de una punta a otra del establecimiento —.Pero me ha dado tiempo a preparar el escenario.

Gregorio, camuflado bajo un abrigo y sombrero, intentó tranquilizarla:

—Todo va a salir bien.

Sin mediar más palabra, sacó una pistola y disparó a Sara al corazón. Esta cayó boca abajo al suelo; sangre “de tomate”  manaba de su cuerpo.

El agente se asustó ante la excelente representación, tanto que las manos le temblaron y casi dejó caer la falsa arma.

—Sara, ¿estás bien?

—¡Pues claro! —contestó ella sin moverse —. ¡Vete antes de que empiece a venir la gente!

El hombre, sin reponerse aún del susto, salió por la puerta trasera. Entonces alguien, desde la azotea del edificio que daba a la trastienda, le increpó. Sintiéndose amenazado, Gregorio sacó esta vez su arma reglamentaria. Dirigió la vista al lugar de donde procedían las voces, y vio a un extraño ser, que parecía venir del espacio exterior, con un casco cubriéndole la cabeza, gritándole y gesticulando alocadamente. Al no saber quién era, si se trataba de un enajenado, y desconocer sus intenciones, intentó intimidarlo y que dejara de llamar la atención. Consciente de su excelente puntería, disparó dos veces, una al casco, y otra al hombro, un órgano no vital. Acertó. El “extraterrestre” se acobardó y, más preocupado por sí mismo que por lo que ocurría abajo, dejó de manotear e incordiar. Gregorio aprovechó para desaparecer de la “escena del crimen”.

No tardaron en llegar los primeros policías, enviados por Patricia y tan corruptos como ella. Pero la farsa urdida por la subinspectora no quedó ahí. Inventó toda una línea de investigación fraudulenta en la cual, partiendo de que no había ningún cadáver, todo era incierto. Pero la necesitaba como coartada para seguir con sus planes.


Aquel día que Gregorio presenció la conversación telefónica entre Patricia y Sara, tomó una importante decisión.

—Subinspectora…

—¿Sí? —la mujer no levantó la vista de los informes que tenía ante sí.

—No voy a continuar con esto. No cuente más conmigo.

—¿Cómo dices?

—Que no voy a seguir apoyándola más. Esto es demasiado para mí. Mi deseo de entrar en el Cuerpo era para luchar contra el delito, y no para fomentarlo.

—¿Y qué piensas hacer?

—Dejo la Policía.

Se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró hacia su jefa y le aconsejó:

—Y usted, si le queda algo de integridad, haría lo mismo.

Lo último que vio al abandonar el despacho fue a Patricia descolgar el teléfono y marcar apresuradamente un número.


El todavía agente Muñoz introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró al portal de su edificio. Tanteó buscando el interruptor de la luz. Sin embargo, antes de que consiguiera dar con él, alguien lo agarró por el cuello. Forcejearon durante unos minutos interminables. Gregorio sentía que no entraba el aire en sus pulmones, la vista se le nublaba. Y después… la oscuridad.


Autora: Maribel Colmenero

                 @maribelcp2021


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