Hacía
poco más de un año que Sara trabajaba en la librería. Sabía por qué estaba
allí, pero no por cuánto tiempo. Eso dependía de lo que tardara en aparecer el
gran libro, una gran joya del valor incalculable, el libro entre los libros. Un
tratado de alquimia medieval que encerraba un conocimiento oculto capaz de
transmutar la materia. Quien le pagaba por ello, no tenía prisas. Sabía que
tarde o temprano, Ester lo conseguiría. No había libro raro que se le
resistiese y, antes o después, daría con él. A Sara le correspondía estar
pendiente de sus movimientos; mientras tanto, se dejaba querer por el marido de
Ester, Julián Contreras Zarragutiz, que casi le doblaba en edad. Era un hombre
muy atractivo, hijo único y heredero de una familia acomodada del País Vasco.
Todo
había empezado de la manera más inocente, con un tonteo entre libros:
miraditas, roces, sonrisas, insinuaciones… Ella en un principio, sólo quería
darle celos al bruto de su novio, pero una cosa llevó a la otra y…, pronto,
empezó a anhelar el tacto de sus manos recorriendo su piel. Julián se enamoró
de ella nada más verla. Parecía tan delicada y era tan joven… En los inicios se
resistía a pasar por la librería, pero terminó por ceder a la atracción y, poco
a poco, sus acercamientos se fueron tornando cada vez más atrevidos y tórridos.
La
mañana en que Sara supo que el libro había sido adquirido por Ester, se
encontraba colocando los libros de una estantería. Era verano, y hacía un calor
de justicia. Llevaba un vestido vaporoso que insinuaba sus formas. Se oyó abrir
la puerta, pero parecía ensimismada en su tarea. Se la veía concentrada,
abstraída en sus pensamientos, ajena a la escena. Alguien se le aproximó por
detrás, y ella empezó a sentir unas suaves y cálidas manos posándose sobre sus
pechos, así como una respiración jadeante sobre su cuello y unos labios húmedos
que se deslizaban por su nuca. Sara se estremeció de arriba abajo, y él empezó
a desplazar sus delicadas manos entre sus nalgas mientras sorteaba los pliegues
de su vestido. Sin abandonar su posición, ambos acoplaron rítmicamente sus
cuerpos, al tiempo que se les oía gemir.
De
repente, oyeron que la puerta volvía a abrirse. Se quedaron quietos,
petrificados como estatuas y aguantaron la respiración. Sabían que era Ester,
ya que la puerta estaba cerrada con llave. Ester pensaba que no había nadie porque
en la puerta colgaba un cartelito que rezaba: “Vuelvo enseguida. Perdonen las
molestias”. Era uno de los juegos eróticos de los amantes. Ella colgaba el
cartel y cerraba con llave, se ponía en una zona no visible desde la puerta, y
él jugaba a sorprenderla mientras trabajaba. Pero ese día la sorpresa fue de
verdad. Ester no los vio porque estaban fuera de su ángulo de visión,
parapetados tras una estantería del fondo. Volvió a cerrar con llave y se metió
a toda prisa en la trastienda cerrando la puerta de la misma. Todo muy extraño
para su habitual manera de proceder. A las claras, escondía y se escondía de
algo.
Los
amantes, en ese momento, no pensaban más que en salir del apuro y no ser
descubiertos. Julián se recompuso como pudo, con sigilo se dirigió hacia la
puerta, giró la llave como si la estuviese abriendo desde fuera, quitó el
cartelito, carraspeó como haciéndose notar y preguntó:
—¿Alguien
por aquí?
Sara,
que había salido a la par, contó hasta 100 y volvió a entrar en la librería
como si nada.
—Hola, Julián.
¿Llevas mucho aquí? Había salido a hacer un pequeño recado. ¿Y Ester, sabes
dónde está? Llevo desde las 12:00 sin verla.
—Pues
no, no sé nada. Acabo de llegar y he visto que estaba el cartelito en la puerta
y la librería vacía. ¿Te puedo ayudar en algo, Sara?
—No,
Julián, son cosas del inventario, y de eso no sabes nada.
—Ya, lo
siento. Para otra cosa que pueda ayudar, me llamas y te contesto. Ahora voy a
salir a hacer unas gestiones. Hasta luego.
—Hasta
luego.
Sara
se quedó a solas reflexionando sobre el comportamiento de Ester, ahora que no
corría riesgo alguno. Empezó a sospechar que ocultaba algo porque no salió de
allí el resto de lo que quedaba de jornada. Hizo lo propio, atender la librería
como si estuviese a solas y marcharse a la hora de cierre. Cuando volvió por la
tarde, notó a Ester rara y extasiada, como en otro mundo, Y entonces, lo supo:
había encontrado el libro y lo tenía entre sus manos.
A
eso de las 20:30, después de cerrar la librería, y una vez rodeada de la
seguridad de su apartamento, Sara tomó su móvil para realizar una llamada.
Justo en ese momento, parpadeó un nombre en la pantalla. Era su novio. Rechazó
la llamada y buscó otro número. Llamó y esperó. Al tercer toque, se oyó una voz
femenina con acento extranjero:
—Dime,
¿lo tienes ya?
—No,
todavía no, pero sé que Ester lo tiene.
—¿Lo has
visto?
—No, no
lo he visto.
—Y...
¿Cómo sabes que lo tiene? No me gusta que me hagas perder el tiempo.
—Lo sé.
Sólo quería que lo supieras.
—Cuando
lo tengas, me llamas, no antes.
—De
acuerdo… ¿dejarás que me marche si lo consigo? ¿verdad?
—Tú
tráemelo. Luego hablaremos.
La
mujer cortó la llamada y Sara se quedó pensativa y algo triste. Le quedaba todo
un camino de riesgos y dificultades por delante, y no tenía garantías de nada
ni nadie en quién poder confiar.
Ana
Cristina González Aranda.
@ana.escritora.terapeuta.
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