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domingo, 16 de febrero de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

CAPÍTULO 4.


Julián Contreras Zarragutiz se trasladó al cuarto de invitados. Intentaba no culparse por lo que había sucedido. Imaginaba que tal vez el novio se había tomado la venganza por su cuenta al enterarse de que ellos estaban liados. Con la librería precintada, debido a las investigaciones en curso, El matrimonio se encontró cara a cara en el salón de su casa, pero no tenían nada que decirse.

Julián y ella no podían hacer nada de momento, mientras las investigaciones de la policía seguían su curso. Una de las líneas de investigación se centró en la contabilidad de la librería, ya que mostraba entradas y salidas sin justificar. Pagos en B. Transacciones con bancos de Singapur y otros paraísos fiscales. 

A ambos les habían prohibido abandonar la ciudad, tras someterlos a largos interrogatorios que acabaron por desquiciar a Ester. Los resultados del informe del médico forense evidenciaban que el semen encontrado en el cuerpo de la víctima era de Julián. Este confesó lo que su mujer ya sospechaba.

Sin embargo, a Ester ya todo le daba igual. Lo más importante no era ni el asesinato de la empleada ni la infidelidad de su marido. Lo que realmente la carcomía por dentro era haberle fallado a su padre y a la familia entera. Se había dejado embaucar. Maldita soberbia. Arrogante como fue el padre, altiva, deseaba ser única, especial, mejor.

El libro que debía albergar un inmenso acerbo de conocimiento oculto capaz de transmutar la materia, en realidad era una barata imitación en pergamino ilustrado por un don nadie. Un amasijo de obviedades; un relato para jóvenes desorientados; para colegialas ilusas. Ella pagó con un dinero cuyo rastro se perdía en una maraña de cuentas interpuestas. 

Lo que ella había considerado una joya de valor incalculable (El Tratado de alquimia medieval) era una imitación. Cuando se lo enseñó a Sara mantuvieron una discusión apasionada sobre la autenticidad o falsedad del volumen policromado. A pesar de haberlo examinado a conciencia, Ester no descubrió el engaño hasta que se dio cuenta de un detalle. Eso fue lo que la sumió en una depresión profunda. Buscaba solución al problema. Se levantaba cansada. No se vestía. Deambulaba por el pasillo con la cara demacrada y el pelo en greñas. Se culpaba de lo sucedido.

Julián, tras pedirle perdón a su mujer, le juró que jamás volvería a serle infiel. Estaba realmente arrepentido. Y, a fin de conseguir el perdón, le regaló un collar de oro de 22 k. Era cierto que tenía algunas debilidades, pero enseguida se arrepentía y conseguía que Ester le volviera a aceptar a su lado. 

Pero Ester había dejado de ser Ester. «Lo he visto. Lo he visto allí, sobre la sangre, junto al cuerpo de ella», repetía con la melena rizada cayéndole por la cara. Afirmaba que le asestó una estocada en la yugular valiéndose del viejo abrecartas de latón de su padre que guardaba en el mostrador. 

Aquella noche, Ester apenas cenó nada. Julián le sirvió una tila y él se hizo un café. Ante su asombro, llamaron a la puerta. Eran dos policías: Patricia Esteban y Gregorio Muñoz. Se presentaron y Julián les ofreció un café. 

—Dígaselo, subinspectora, está convencida de que fue ella —suplicó un Julián desesperado.

Patricia Esteban era la superiora de Gregorio Muñoz, un agente en prácticas con ganas de aprender. Tras revisar los papeles de la librería de lance, quedaban interrogantes por despejar. Cosas que no encajaban. Patricia quiso aclarar la situación.

—Usted no pudo ser, porque se encontraba en el bar de enfrente. Muchos la vieron allí en el momento del asesinato. Además, no fue con el abrecartas. Es cierto que cayó al suelo justo encima del charco de sangre. Pero no fue el arma homicida. 

—Yo, yo, yo, esa chica —temblaba al decir esto— esa Sara, ella, no, no, no, nos entendíamos, —confesó mirando a Julián y negando con la cabeza—. No sé cómo vino a trabajar con nosotros. 

Y añadió:

—¡Fui yo! —Exclamó agitada—. 

En ese momento, los tres miraron a Julián, quien levantó los hombros sin entender nada. Ella prosiguió:

—Me alegré de que le pasara lo que le pasó. Tenía celos de mi marido. A nadie le gusta que le pongan los cuernos. Ellos me traicionaron. Se querían deshacer de mí.

—Cariño, no digas eso —dijo Julián, al tiempo que intentaba abrazarla. 

—Déjame, idiota. Mira que eres estúpido —exclamó ella, mientras Patricia y Gregorio se echaban miradas sin entender qué secreto guardaban, si todo era un montaje para desviar la atención de la cuestión principal.

Por fin, Patricia y Gregorio, sin saber por qué se habían sentado con ellos cuando lo que querían era examinar la vivienda, dijeron:

—Mañana traeremos la orden, pero ahora nos gustaría echar un vistazo. ¿Podemos? —Preguntó Julián. Julián y Ester asintieron resignados.

Inma Garín

http://inmagarinmartinez.wordpress.com

@inmagarin_


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