—¡Julio, despierta! ¿Oyes eso? —El codo de Claudia se clava en las costillas del hombre, en un intento de sacarlo de su profundo sueño.
—¡Joder, qué susto me has dado! ¿Qué
pasa? —Julio
se incorpora, con el corazón latiendo deprisa. Se gira instintivamente hacia su
izquierda para observar el reloj que descansa sobre la mesilla, y que marca las
3:35 horas.
Claudia pone un dedo en sus labios:
—Shhhhh.
¿No lo oyes? —susurra.
El hombre se queda en silencio, atento a los
ruidos nocturnos. La ventana está abierta para aliviar el intenso calor que
llevan padeciendo estas últimas semanas, de manera que puede oír nítidamente a
las cigarras cantando bajo el alféizar y a una lechuza ululando a lo lejos. Son
los sonidos habituales en una casa de campo.
Sin embargo, los perros parecen gemir inquietos
abajo, en la puerta de entrada.
Y un gato maúlla lastimeramente.
—Claudia, por dios, no es nada. Los perros
habrán olido a algún zorro. Y los gatos están en celo. Duérmete. —Julio se da
la vuelta en la cama, con un suspiro.
—No, escucha. —Insiste la mujer—. No es un gato. —Claudia pronuncia las
palabras despacio, con voz grave.
El hombre se sienta de nuevo en la cama y aguza
el oído, para escuchar esta vez con más atención. Vuelve a oír los maullidos, envueltos
entre los demás sonidos de la granja. Aunque… no, no son maullidos.
De repente, Julio se hace consciente de dónde
proviene ese sonido.
Y siente un escalofrío recorrer su espalda.
* * *
La pareja se encuentra ante la puerta del
gallinero. Julio lleva una linterna en una mano y, con la otra, intenta apartar
a los perros que se han lanzado contra la puerta del corral, nerviosos.
—¿Qué
pasa, precioso? —pregunta Claudia a uno de los mastines, que rasca la madera
con las patas y mira a la mujer con un brillo de inteligencia en los ojos. El
animal ladra, impaciente, como respuesta.
—Tranquilos… —Julio palmea los lomos de los dos perros,
intentando abrirse paso entre ellos para poder acceder al pequeño edificio de
madera en el que descansan las gallinas durante la noche—. Ayúdame —le pide a
Claudia, con la linterna entre los dientes. La puerta se atasca normalmente, y
con los enormes perros empujándole, no es capaz de abrirla.
La mujer se coloca a su lado y apoya su peso
contra la madera. Con un ruido de bisagras mal engrasadas, el acceso se abre y
ellos se meten en el gallinero. Los perros intentan colarse dentro, pero Julio
los retiene y cierra la puerta a medias, intentando encajarla lo mejor posible
en su marco. Los ladridos se deslizan hacia el interior, amortiguados.
Las pupilas se dilatan en la penumbra del
pequeño espacio. La linterna recorre lentamente la estancia, revelando los
cuerpos agazapados de las gallinas. No parece haber nada anormal, aunque pueden
oír el sonido que los ha desvelado surgiendo desde la esquina más alejada de la
puerta. El hombre dirige el haz de luz hacia esa zona, alumbrando un pequeño
bulto que descansa sobre el suelo, entre la suciedad.
Claudia y Julio se acercan.
* * *
Está amaneciendo. El sol asoma sobre la
colina que hay enfrente de la granja, iluminando las copas de los árboles del
bosque cercano. El hombre, asomado a la ventana del dormitorio, piensa en la
suerte que tiene de disfrutar de ese paisaje todas las mañanas. No se
arrepiente de la decisión que tomaron hace años de dejar la ciudad e irse a
vivir al campo. Mira hacia la cama, donde descansa Claudia. También tiene
suerte de tenerla en su vida. Se dirige hacia ella. Quizás debería seguir su
ejemplo y descansar un rato. No ha podido pegar ojo en toda la noche, no ha
parado de darle vueltas a lo sucedido. Con gesto intranquilo, Julio se frota
las sienes. ¿Qué van a hacer? Observa el pequeño cuerpo que descansa junto a
Claudia y se pregunta por qué se encuentran en esta situación.
¿Por qué hay un bebé en su cama?
Después de la sorpresa inicial de encontrarlo
en el gallinero, con la carita congestionada de tanto llorar, decidieron que lo
primero que debían hacer era llevarlo a la casa, quitarle los sucios trapos en
los que estaba envuelto y bañarlo con agua caliente. El niño no era un recién
nacido, debía de tener 2 ó 3 meses, y parecía estar sano. Mientras tanto, intentaron
llamar a emergencias, a la guardia civil o a quien fuera, pero no tenían
cobertura, como de costumbre. Se plantearon llevarlo ellos mismos en su vieja
furgoneta, pero no era buena idea conducir de noche por la peligrosa carretera
estrecha y llena de curvas que los separaba del pueblo más cercano. No sabían
qué hacer. Además, el pequeño no paraba de llorar, parecía estar muerto de
hambre. Lo mejor sería calmarlo primero. Claudia estaba preocupada también
porque se pudiera deshidratar, así que prepararon un tazón de leche rebajada
con agua a la que añadieron unos copos de avena, y cruzaron los dedos para que
no le sentara mal. Después de lo que les pareció una eternidad consiguieron que
se tomara todo, y hacia las 5 de la mañana por fin la criatura se durmió.
Ahora, con la luz del día, lo más sensato
sería llevarlo lo antes posible a un hospital o al cuartel de la guardia civil
del pueblo del fondo del valle. Sin embargo, Julio piensa en esas opciones y
siente una desazón, un malestar en la boca del estómago. Sentado al borde de la
cama, mira al niño durmiendo plácidamente y siente que tiene que protegerlo. Su
intuición le dice que hay algo turbio en este asunto, si es que puede haber
algo más turbio que abandonar a un bebé. Nadie se toma las molestias de llevar
a un niño hasta un sitio tan apartado, evitando a los perros quién sabe cómo
para ocultarlo en su gallinero, si simplemente quisieran deshacerse de él. Más
bien, tiene la sensación de que intentaban esconderlo, protegerlo de algo. O de
alguien.
Claudia abre los ojos, aún somnolienta.
—¿Sigues
despierto?
Julio asiente con la cabeza.
—¿No puedes
dormir? —musita ella, con voz suave.
El hombre esboza una sonrisa triste, como
única respuesta. En ese momento, el bebé comienza a moverse y abre los ojos. No
llora. Claudia se incorpora y lo toma con cuidado entre sus brazos. Un cúmulo
de emociones se agolpa en su pecho. Es bonita la sensación de tener al niño así,
junto a su corazón. Ellos no han podido tener hijos. Aún siguen intentándolo, aunque
hace tiempo que ella perdió la esperanza. Mientras mece al bebé y canturrea
palabras dulces, retira la suave manta en la que le han envuelto y acaricia con
ternura uno de sus bracitos. Mira a Julio, sonriendo. De repente, nota como la
expresión de él cambia. Se acerca a ella.
—¿Qué le ocurre en el brazo? ¿Qué tiene ahí?
—inquiere el hombre, preocupado.
Anoche, cuando lo bañaron, no se dieron
cuenta de ello, pero ahora pueden observar en la cara interna del brazo, cerca
de la axila, unas líneas que parecen tatuadas. Se miran perplejos.
—Es un código de barras. Como los de los
productos del supermercado. —Señala Julio, con expresión atónita. Claudia no
dice nada, pero el miedo se refleja fugazmente en sus ojos. Abraza un poco más
fuerte el pequeño cuerpo, en un gesto inconsciente.
El hombre se sienta sobre la cama,
pensativo. Si tenía alguna duda, ahora sabe que su intuición era acertada. Está
convencido de que el niño corre peligro. Tienen que mantenerlo oculto por el
momento, nadie debe saber que está allí.
No, hasta que averigüen qué demonios está
pasando.
Sara Blue.
@sarablue333
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