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lunes, 10 de marzo de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS


CAPÍTULO 7

Sentada ante la desvencijada mesa que el patriarca del clan había utilizado tantas veces para sus partidas de mus, Noemí Carranza repasaba mentalmente los acontecimientos de las últimas semanas.

Tras escuchar a Héctor hablar de los presuntos trabajillos de la librera y guiada por el mismo olfato que había granjeado tantos éxitos al abuelo Isaac, había decidido seguir a Sara e indagar todo aquel asunto. Al principio no había conseguido gran cosa: la chica iba y venía del trabajo y se recluía en el piso en el que tenía sus encuentros amorosos con su primo. Pero un día, para su sorpresa, la joven le había contado a este que Esther Bonilla acababa de conseguir un códice muy valioso. Le había confesado que planeaba robárselo y que quería proponerles un trato a él y a su banda. Noemí, deseosa de dar por fin un buen golpe, no lo había dudado ni un segundo y había aceptado reunirse con ella en una discreta cafetería de una zona industrial.

    Héctor me ha dicho que eres tú quien toma las decisiones más importantes. —El modo en que arrastraba las palabras revelaba un leve acento extranjero.

Al final iba a resultar que su primo no era tan imbécil.

Noemí recordaba claramente la historia que le había contado la novia de este aquel día: su entrada en España con otras chicas de manos de una organización mafiosa, su tormentosa relación con Jéssica Smith y la extorsión a la que la tenía sometida.  La rumana, conocedora de la naturaleza del códice que buscaba Esther, había puesto a sus expertos a trabajar en una copia bastante exacta del mismo con el propósito de sustituir el original llegado el momento. Julián, que desconocía las actividades ilícitas de su mujer, le había hablado a su amante de la habitación secreta en la que aquella supuestamente guardaba los libros de mayor valor y la joven había conseguido hacerse con la contraseña que abría la puerta blindada escondida detrás de una estantería móvil. Jéssica le había informado sobre los pasadizos que conectaban el Teatro Español con algunos de los antiguos edificios religiosos del Barrio de las Letras, en uno de los cuales se encontraba desde hacía más de un siglo el negocio de Esther Bonilla y ella había localizado la trampilla en aquella estancia oculta. Al descubrir después que la librera había conseguido por fin el tratado medieval, había entrado en la librería a través de un túnel y había sustituido el ejemplar auténtico por la copia que le había dado Jéssica. Al día siguiente, Esther la había acusado de robar el manuscrito. Sospechaba que su empleada había descubierto la habitación secreta y se había llevado el tratado. Estaba muy alterada y no paraba de decir que aunque los detalles de encuadernación, las filigranas y las anotaciones marginales eran idénticas, faltaba un detalle importante que la había llevado a descubrir que el códice que obraba en sus manos no era el mismo que había analizado veinticuatro horas antes.

Al terminar el relato, Sara se había mostrado decidida.

    Te propongo un trato —Había desesperación en sus palabras— Quiero un porcentaje del valor del códice y documentación falsa para salir del país. No me fio de Jéssica.

    —¿Cómo sabes que no me quedaré con él y te mataré?

    Hasta que esté fuera de peligro, conservaré algo sin lo que no podrás vender el tratado. En cuanto a lo de matarme, Héctor me ha hablado de la regla del viejo Carranza: “Golpear pero no matar”.

Y era cierto. El abuelo Isaac se había encomendado a la Almudena en sus tiempos mozos, cuando los picoletos se paseaban por el barrio para cortar lo que llamaban “mala hierba”.  Estaba seguro de que se había librado de muchas gracias a ella por lo que había jurado ante su imagen que jamás derramaría sangre de otro ser humano. Al menos no la suficiente como para mandarlo a criar malvas. Y el viejo Carranza cumplía su palabra y se la hacía cumplir a los suyos. Ahora que era él quien criaba las flores en el cementerio, su sombra seguía aún presente y ninguno de ellos se habría atrevido jamás a contradecirle. La superstición era un rasgo innato en el clan.

Noemí maldecía con todas sus fuerzas la pastilla de jabón que lo había mandado al otro barrio. Sabía mejor que nadie que detrás de aquel personaje tosco e iracundo se escondía un cerebro hábil que sabía escabullirse del peligro con indudable destreza. No tenía claro que ella hubiese heredado aquella habilidad. Cuando el estúpido de su primo siguió a Sara hasta la librería el día en que esta murió y se parapetó en la azotea del edificio que daba a la trastienda, escuchó una detonación y vio salir a toda prisa por la puerta trasera del negocio a un personaje misterioso. Al intuir que había sido el autor del disparo, le había increpado desde arriba y el otro le había propinado dos tiros con bastante puntería. El primero se había alojado en la parte posterior del casco de la moto que aún llevaba puesto. Su absurda costumbre de no quitárselo nunca cuando esperaba volver pronto al vehículo le había salvado la vida. El segundo le había perforado el hombro. Por culpa de aquel imbécil, ella se había visto obligada a recurrir a Jessica Smith para que alguno de los médicos corruptos que tenía en nómina le extrajeran la bala y había tenido que fabricarle una coartada lo suficientemente convincente al joven como para que la policía lo descartara como sospechoso. La rumana, por su parte, había accedido porque lo necesitaba vivo para intentar descubrir lo que le había ocurrido a la joven de la que aún seguía enamorada. Después, la muy hija de puta le había hecho pagar el favor obligándola a acompañarla a casa de la pija de la librería y le había asestado un tiro a bocajarro a su marido en sus mismas narices. Aunque ella no había apretado el gatillo, casi podía sentir al abuelo revolviéndose en su tumba.

    —Espero que no olvides nunca lo que acaba de pasar —le había dicho Smith pegándole los labios al oído.

Noemí sabía que aquello había sido una amenaza, un ejemplo de lo que podía ocurrirle si le ocultaba algo.

Y allí estaba ella ahora, en la vieja casucha del abuelo. Sola. Sin saber si podía confiar en alguien más. Ni siquiera su primo sabía que Sara le había entregado el manuscrito poco después de su primer encuentro. Al menos le tranquilizaba que el tratado estuviera a buen recaudo. 

Aunque no era una experta, estaba casi segura de que el códice que tenía en su poder era auténtico. La joven le había explicado que no debía sacar el libro de la caja hecha de un cartón especial libre de aminoácidos, pero ella no había podido evitar la tentación. Había buscado información en Internet y se había agenciado unos guantes de algodón para manipular el tratado. Con sumo cuidado, había sacado el ejemplar. Sólo quería verlo, saber cómo era aquello por lo que alguien estaba dispuesto a matar. Y entonces, cuando el tejido de un guante enredado en el lomo hizo saltar el mecanismo de un minúsculo cajoncito cuyo interior estaba vacío, dedujo que lo que quiera que hubiese estado oculto allí se había ido con Sara a la tumba. 

El sonido del móvil que tenía en el bolsillo la sacó de sus pensamientos. Número desconocido. Quienquiera que estuviera llamando lo había dejado sonar tres veces y después había cortado. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo mientras sentía que el corazón se le aceleraba. Aquella llamada no habría tenido nada de especial si no hubiese sido porque Sara era la única a quien había facilitado el número de aquel móvil que había adquirido únicamente para comunicarse con ella.

Caridad Reyes

@caridadreyess

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