CAPÍTULO 6
Florin Stan, un gitano romaní de espíritu errante y con habilidad innata para el comercio, llevaba consigo una fortuna en papel, pero no de la que circula en los bancos ni en las casas de moneda. Entre sus manos ardía un tesoro envuelto en páginas antiguas:
El Manuscrito de Iskender.
Un noble venido a menos le había confiado aquella reliquia a cambio de un favor que nunca llegó a cobrarse. El gitano solo supo lo suficiente del libro: que tenía un valor incalculable y que, en el mercado negro, tenía a un comprador dispuesto a pagar por el una suma capaz de cambiarles la vida.
Florin y su esposa, Anca, con aquel legado clandestino emprendieron el viaje en un pequeño coche prestado hacia la frontera de España, con la esperanza de vender el libro al comprador. En el asiento trasero, Micaela, de once años, y Vasile, de nueve, dormían acurrucados entre mantas raídas mientras sus padres hablaban con ilusión sobre el futuro. Imaginaban una casa con paredes firmes, lejos de la inclemencia de la carretera, donde sus hijos crecieran sin miedo, con comida caliente en la mesa y una educación que les permitiera elegir su propio camino. El manuscrito representaba todo eso.
Además de un compendio de conocimientos astrológicos y esotéricos atribuidos a un astrónomo otomano del siglo XV. Las lenguas decían que en sus inscripciones cifradas se ocultaban secretos sobre el devenir de los gobiernos, y que, en las manos adecuadas, su interpretación podía conceder poder sobre el curso de la historia. Tal vez solo era un mito, un relato inflado por la superstición, pero quienes conocían de su existencia estaban dispuestos a pagar una millonada por él.
Pero, el destino tenía otros planes. El punto de intercambio fue acordado con la cautela de quien sabe negociar con lo prohibido. Una gasolinera en desuso, en la antigua carretera N-II, entre Zaragoza y Fraga. Jose Luis Bonilla, el supuesto comprador, no era más que un traidor con la codicia pintada en los ojos y la intención de quedarse con el motín sin pagar un duro. Tuvo que emplear varios disparos torpes, en los agónicos cuerpos desplomados en el asfalto hasta llegar a dar en la cabeza de cada progenitor sellando el trágico final. El libro desapareció junto con la vida de Florin y su mujer. Micaela y Vasile, aturdidos por los disparos, salieron a toda prisa arrastrándose por el suelo, logrando escapar, se lanzaron a la noche sin saber a dónde ir, huyendo de la muerte que acababa de arrebatarles todo.
Los niños vagaron durante días, entre llantos y miedo, hambre y frío, perdidos en un mundo que de un instante a otro se había vuelto cruel e inmenso. Sobrevivían con lo poco que podían robar de los mercados y las huertas hasta que el encargado de una casa de acogida los sorprendió llevándose unas naranjas del puesto de Sebastián el frutero. No tuvieron fuerzas para escapar. No tenían nada más que perder y aceptaron el refugio. Pero lo que Micaela no aceptó fue el olvido.
Cada año, el día exacto en que sus padres fueron asesinados, encendía una vela en su mente. José Luis Bonilla seguiría respirando, riendo, viviendo, hasta que ella le arrebatara todo. Su odio era paciente y su rabia estaba cosida a su destino. Tarde o temprano, Bonilla pagaría. Con su vida. Y con la de su sangre.
A los diecisiete, se fugó junto a su hermano sin mirar atrás, dejando en las sábanas de la casa de acogida los restos de una infancia rota. Sobrevivieron como pudieron, alimentándose del engaño, de hurtos y de pequeñas estafas con las que apenas conseguían lo necesario para mantenerse en pie. Pero la miseria no era su peor hambre. La verdadera quemaba por dentro: el hambre de justicia, de venganza. La dureza del camino y la falta de escrúpulos los transformaron. Ya no eran dos niños huyendo de su destino. Eran depredadores aprendiendo a cazar.
Micaela dejó atrás su nombre y adoptó una identidad propia a su renacimiento: Jessica Smith. Sonaba afilado e ingobernable. Ella se convirtió en la mente maestra, en la estratega que hilaba fino cada movimiento con precisión. Su hermano Vasile, la seguía como un perro fiel, como un lobo sin jaula. Él era el brazo ejecutor de todos sus planes.
Su ascenso en el mundo criminal fue vertiginoso. Nadie sospechaba de su empresa de importación y exportación, de la fachada impecable que servía de tapadera para la red de tráfico de arte, joyas y libros prohibidos en el mercado negro. Jessica negociaba y dominaba en las sombras con la destreza de su vena romaní. Mientras tanto, cada paso que daba en su tablero, la acercaba más a su verdadero objetivo.
El destino de Bonilla se selló una noche. Jessica quería sangre, sentir el pánico en su aliento, beberse su miedo y oírlo suplicar como una niña antes de arrancarle la vida con sus propias manos. Pero el poder tenía sus reglas, y ahora, en la cima, no podía permitirse ensuciarse las manos con minucias. No importaba. La justicia que ella había dictado se ejecutaría de igual forma.
Los hermanos Stan fueron metódicos. Un escape de gas, imperceptible, paciente, acabó con Jose Luis y su mujer. Aunque aún quedaba una pieza pendiente: su hija, Esther. Una casualidad la apartó del fuego aquella noche. Había salido a casa de una vecina. Pero no dejaba de ser un aplazamiento antes de que los pecados de su padre la alcanzara. Nadie escapaba de una deuda con los muertos.
Y Jessica Smith sabía esperar.
Fue por ese tiempo cuando conocíó a Nicoletta, una joven estonia atrapada en una red de trata de blancas. Jessica la encontró en el Retablo, un club nocturno con nombre de picadero que solía frecuentar y se obsesionó con ella. Jessica le prometió un nuevo comienzo, una vida lejos de cadenas. Y cuando Jessica prometía algo, lo cumplía. Manipuló, sobornó, destruyó los rastros de su pasado y le regaló una nueva identidad:
Sara Koppel. Un nombre limpio, libre. Pero la libertad no era barata.
Porque Sara nunca sintió nada por ella. Para Jessica, era amor. Para Sara, era solo la oportunidad de escapar de su miseria. Un mal menor al que agarrarse.
Cuando Jessica se dio cuenta de que su devoción era unilateral, el amor se pudrió en su interior, transformándose en algo oscuro. Empezó a hostigarla, a someterla. Le susurraba amenazas entre sonrisas, recordándole que la podía devolver a su infierno con una simple llamada.
Sara intentó huir. Dos veces.
La primera, Jessica la encontró antes de que pudiera siquiera cruzar la calle. Le acarició la cara con ternura y le susurró que entendía sus miedos, que todo estaba bien. Le compró un bolso nuevo, la llevó a cenar a un restaurante caro y la dejó elegir que comer. Aquella noche, Sara sintió que su jaula tenía barrotes dorados.
La segunda vez, Jessica no fue tan indulgente.
La arrastró de vuelta con las uñas clavadas como garras en su brazo. No hubo palabras dulces. Solo un guantazo en la cara y un "No eres nadie sin mí."
Ella era contundente con su mensaje:
-Si no puedes amarme, al menos, aprenderás a temerme.
Jessica Smith no tardó en dar con el paradero de su última pieza: Esther Bonilla. La presa que cerraría el círculo abierto aquella noche en la gasolinera de la N-II. Un disparo entre ceja y ceja, sería la solución más sencilla. Demasiado rápida. Demasiado indolora como colofón final, pensó. Pero el destino le regaló una alternativa más deliciosa.
Un chivatazo de uno de sus contactos le filtró un dato curioso: Esther estaba obsesionada con dar con un antiguo tratado de alquimia medieval. Jessica sonrió al saberlo. Vio en ello dinero. Mucho dinero. Algo comparado al que iba a ganar su padre con la venta del desaparecido manuscrito Iskender. Antes de ponerle fin, se aseguraría de exprimir hasta el último céntimo de su obsesión. No tenía prisa.
Cuando Jessica supo además, que Esther buscaba empleada para su librería, vio la oportunidad perfecta para infiltrarse en su vida sin levantar sospechas. Sara, su aliada obligada, sería su instrumento. Jessica la sometió a un "cursillo exprés" de literatura, nada profundo, solo lo suficiente como para dar la impresión de que Sara era la más capacitada para desempeñar el trabajo. Le enseñó los títulos más populares, las teorías literarias más comunes y unos cuantos datos sobre autores olvidados que Esther podría considerar como una muestra de erudición. Jessica no necesitaba que Sara fuera una experta. Con que supiera lo justo para ganarse la confianza de la librera y parecer lo suficientemente competente, ya sería suficiente.
Esther impresionada con la entrevista de Sara, nunca sospechó que, al abrir la puerta de su librería a la nueva empleada, estaba invitando a la serpiente a su nido.
Con Sara dentro, Jessica le pidió compromiso solo hasta que el asunto estuviera resuelto. Le prometió darle espacio, segura de que, con el tiempo, reconsideraría su relación. Pero si, al final, su voluntad era otra, la dejaría marchar para siempre.
Para que todo pareciera más real, le alquiló un pequeño y coqueto apartamento en el centro. No demasiado lujoso, pero sí lo suficiente para que Sara sintiera que tenía su propio espacio, su propia vida, aunque fuera solo una ilusión. La condición era que debía mantener los ojos bien abiertos. Si el tratado aparecía, Jessica sería la primera en saberlo.
-Llama a este número solo cuando tengas información sobre el libro. Nunca hables de mí a nadie. Yo seré quien te contacte a ti -le ordenó Jessica, poniendo en la mano de Sara un pequeño papel, con un extenso número de teléfono.
En el año que había transcurrido desde la introducción de Sara como empleada en la librería, Jessica observó de cerca cada uno de sus movimientos. Supo de sus devaneos con un tal Héctor, un quinqui de poca monta y cero neuronas. Sabía que esos músculos sin cerebro era solo un desahogo para ella propio de la edad. No era nada que le fuera a quitar el sueño. Pero cuando Sara empezó a hablar de Julián Contreras, todo cambió.
Los días previos a la muerte de Sara, la relación entre ambas se había vuelto insostenible. Jessica, consumida por los celos y la rabia, veía a Julián como una amenaza a su control sobre Sara. Para ella, Sara debía ser suya, o de nadie. El amor que sentía por la joven había degenerado en una posesión enfermiza, y no iba a tolerar cualquier intento de escapar a su dominio.
Sara comenzó a sentirse fuerte entre los brazos de Julián. Su confianza crecía, y con ella, su descaro. Se sentía capaz incluso, de desafiar a Jessica, de amenazarla con lo que le quedaba: los secretos. Le advirtió que si se le ocurría no cumplir su parte del trato, desvelaba todo, desde Esther hasta la policía. Lo que hizo pensar a Jessica dos cosas: que el tratado de alquimia estaba cerca y que su castillo de naipes podría desmoronarse en cualquier momento. Pero, no iba a permitir que cayera; lo destruiría ella misma antes de permitir que alguien más lo hiciera.
En una de las visitas al piso de Sara, dentro de una bolsa de papel, Jessica llevaba una botella de vino espumoso. No era más que un vino rosado barato, uno de esos que se hace pasar por italiano y que solo un paladar inexperto podría disfrutar, pero que a Sara le encantaba por su dulzura artificial. También llevaba un vial de 100 ml de acetato de plomo, ese veneno llamado azúcar de plomo. Pero eso, lo escondía con disimulo en el bolsillo de su elegante chaqueta de lino color crema.
Descorchó la botella y como si estuviera en su casa, se fue a la cocina para coger un par de copas. En la destinada para Sara, vertió los 100 ml. Sara cogió la copa, la levantó y, con un forzado "salud", se la acercó a los labios dando un largo trago. Jessica, al verla, sintió una punzada en el estómago y un arrepentimiento instantáneo. Con un gesto rápido le hizo tirar la copa que cayó sobre la alfombra de yute.
Aquel amor posesivo y retorcido que sentía por ella, la consumía por completo. La deseaba, la necesitaba a su lado, y por encima de todo, la quería demasiado.
LADURANA
@soyevaduran
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