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lunes, 17 de marzo de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

 CAPÍTULO 8

La joven mujer marcó otro número de teléfono.

—Dime — contestó al otro lado la voz de la subinspectora Patricia Esteban.

—Hecho —, tres toques de llamada y luego he cortado.

—Estupendo. Dentro de un rato, vuelves a repetir la llamada.

—Sí, pero…

—Nos interesa que tenga miedo —la subinspectora la interrumpió —, tanto que el códice deje de tener importancia para ella.

—¿Qué va a pasar conmigo? —su voz denotaba inquietud.

—¿Contigo? ¡Nada! —Patricia dejó escapar una sonora carcajada —. En teoría, tú ya no existes.

—¡Pero en la práctica, sí! —la joven no parecía nada divertida con la situación.

—No te ocurrirá nada. Haz lo que hemos pactado y luego hablamos —. La mujer dejó pasar unos segundos —Tranquila, Sara.

El pi-pi-pi le indicó que Patricia Esteban había colgado. Sara se quedó observando la pantalla del móvil, como esperando de ella alguna respuesta a su incertidumbre. Luego negó con la cabeza, en un intento de alejar de su mente malos presagios. Esperó unos minutos y volvió a marcar el número de teléfono que Noemí Carranza le había dado.


Gregorio Muñoz observaba fijamente a su jefa. Había estado presente, en silencio, mientras esta había mantenido la conversación telefónica con Sara. Cada vez le alarmaba más la extrema ambición de Patricia, le aterraba pensar hasta donde sería capaz de llegar una policía corrupta para conseguir sus objetivos. ¿Cómo se había metido él en semejante embrollo? Cuando conoció a su superiora, solo quería aprender y convertirse en un buen agente de la ley. Admiraba a aquella mujer de carácter fuerte que no se amilanaba ante nada. En esos tiempos no sabía quien se escondía en realidad tras aquella fachada de policía intachable. Y, cuando se quiso dar cuenta, Patricia lo había metido, sin prácticamente ser consciente de ello, en aquel mundo oscuro, de codicia e inmoralidad, vestido con un uniforme de integridad y justicia. Y así, contra su voluntad y de forma inconsciente, se convirtió en su cómplice. La subinspectora Esteban lo fue enredando en su tela de araña sin posibilidad de escape. Pero Gregorio era un hombre íntegro y el recordar todo lo que, persuadido por Patricia, había hecho no le permitía conciliar el sueño.

El día en que Sara “murió” Gregorio, siguiendo las órdenes de su jefa, se dirigió a la librería de Esther. Esperó, apostado tras una esquina, hasta que vio a esta salir del local y dirigirse al bar. Con paso tranquilo, para no levantar sospechas, se dirigió a la librería y, como si fuera un cliente más, entró en ella. Había libros por el suelo y todo estaba en desorden. Sara no se sorprendió de verlo.

—No había forma de que Esther saliera a desayunar, precisamente hoy —, dijo mientras se movía, de forma mecánica, de una punta a otra del establecimiento —.Pero me ha dado tiempo a preparar el escenario.

Gregorio, camuflado bajo un abrigo y sombrero, intentó tranquilizarla:

—Todo va a salir bien.

Sin mediar más palabra, sacó una pistola y disparó a Sara al corazón. Esta cayó boca abajo al suelo; sangre “de tomate”  manaba de su cuerpo.

El agente se asustó ante la excelente representación, tanto que las manos le temblaron y casi dejó caer la falsa arma.

—Sara, ¿estás bien?

—¡Pues claro! —contestó ella sin moverse —. ¡Vete antes de que empiece a venir la gente!

El hombre, sin reponerse aún del susto, salió por la puerta trasera. Entonces alguien, desde la azotea del edificio que daba a la trastienda, le increpó. Sintiéndose amenazado, Gregorio sacó esta vez su arma reglamentaria. Dirigió la vista al lugar de donde procedían las voces, y vio a un extraño ser, que parecía venir del espacio exterior, con un casco cubriéndole la cabeza, gritándole y gesticulando alocadamente. Al no saber quién era, si se trataba de un enajenado, y desconocer sus intenciones, intentó intimidarlo y que dejara de llamar la atención. Consciente de su excelente puntería, disparó dos veces, una al casco, y otra al hombro, un órgano no vital. Acertó. El “extraterrestre” se acobardó y, más preocupado por sí mismo que por lo que ocurría abajo, dejó de manotear e incordiar. Gregorio aprovechó para desaparecer de la “escena del crimen”.

No tardaron en llegar los primeros policías, enviados por Patricia y tan corruptos como ella. Pero la farsa urdida por la subinspectora no quedó ahí. Inventó toda una línea de investigación fraudulenta en la cual, partiendo de que no había ningún cadáver, todo era incierto. Pero la necesitaba como coartada para seguir con sus planes.


Aquel día que Gregorio presenció la conversación telefónica entre Patricia y Sara, tomó una importante decisión.

—Subinspectora…

—¿Sí? —la mujer no levantó la vista de los informes que tenía ante sí.

—No voy a continuar con esto. No cuente más conmigo.

—¿Cómo dices?

—Que no voy a seguir apoyándola más. Esto es demasiado para mí. Mi deseo de entrar en el Cuerpo era para luchar contra el delito, y no para fomentarlo.

—¿Y qué piensas hacer?

—Dejo la Policía.

Se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró hacia su jefa y le aconsejó:

—Y usted, si le queda algo de integridad, haría lo mismo.

Lo último que vio al abandonar el despacho fue a Patricia descolgar el teléfono y marcar apresuradamente un número.


El todavía agente Muñoz introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró al portal de su edificio. Tanteó buscando el interruptor de la luz. Sin embargo, antes de que consiguiera dar con él, alguien lo agarró por el cuello. Forcejearon durante unos minutos interminables. Gregorio sentía que no entraba el aire en sus pulmones, la vista se le nublaba. Y después… la oscuridad.


Autora: Maribel Colmenero

                 @maribelcp2021


lunes, 10 de marzo de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS


CAPÍTULO 7

Sentada ante la desvencijada mesa que el patriarca del clan había utilizado tantas veces para sus partidas de mus, Noemí Carranza repasaba mentalmente los acontecimientos de las últimas semanas.

Tras escuchar a Héctor hablar de los presuntos trabajillos de la librera y guiada por el mismo olfato que había granjeado tantos éxitos al abuelo Isaac, había decidido seguir a Sara e indagar todo aquel asunto. Al principio no había conseguido gran cosa: la chica iba y venía del trabajo y se recluía en el piso en el que tenía sus encuentros amorosos con su primo. Pero un día, para su sorpresa, la joven le había contado a este que Esther Bonilla acababa de conseguir un códice muy valioso. Le había confesado que planeaba robárselo y que quería proponerles un trato a él y a su banda. Noemí, deseosa de dar por fin un buen golpe, no lo había dudado ni un segundo y había aceptado reunirse con ella en una discreta cafetería de una zona industrial.

    Héctor me ha dicho que eres tú quien toma las decisiones más importantes. —El modo en que arrastraba las palabras revelaba un leve acento extranjero.

Al final iba a resultar que su primo no era tan imbécil.

Noemí recordaba claramente la historia que le había contado la novia de este aquel día: su entrada en España con otras chicas de manos de una organización mafiosa, su tormentosa relación con Jéssica Smith y la extorsión a la que la tenía sometida.  La rumana, conocedora de la naturaleza del códice que buscaba Esther, había puesto a sus expertos a trabajar en una copia bastante exacta del mismo con el propósito de sustituir el original llegado el momento. Julián, que desconocía las actividades ilícitas de su mujer, le había hablado a su amante de la habitación secreta en la que aquella supuestamente guardaba los libros de mayor valor y la joven había conseguido hacerse con la contraseña que abría la puerta blindada escondida detrás de una estantería móvil. Jéssica le había informado sobre los pasadizos que conectaban el Teatro Español con algunos de los antiguos edificios religiosos del Barrio de las Letras, en uno de los cuales se encontraba desde hacía más de un siglo el negocio de Esther Bonilla y ella había localizado la trampilla en aquella estancia oculta. Al descubrir después que la librera había conseguido por fin el tratado medieval, había entrado en la librería a través de un túnel y había sustituido el ejemplar auténtico por la copia que le había dado Jéssica. Al día siguiente, Esther la había acusado de robar el manuscrito. Sospechaba que su empleada había descubierto la habitación secreta y se había llevado el tratado. Estaba muy alterada y no paraba de decir que aunque los detalles de encuadernación, las filigranas y las anotaciones marginales eran idénticas, faltaba un detalle importante que la había llevado a descubrir que el códice que obraba en sus manos no era el mismo que había analizado veinticuatro horas antes.

Al terminar el relato, Sara se había mostrado decidida.

    Te propongo un trato —Había desesperación en sus palabras— Quiero un porcentaje del valor del códice y documentación falsa para salir del país. No me fio de Jéssica.

    —¿Cómo sabes que no me quedaré con él y te mataré?

    Hasta que esté fuera de peligro, conservaré algo sin lo que no podrás vender el tratado. En cuanto a lo de matarme, Héctor me ha hablado de la regla del viejo Carranza: “Golpear pero no matar”.

Y era cierto. El abuelo Isaac se había encomendado a la Almudena en sus tiempos mozos, cuando los picoletos se paseaban por el barrio para cortar lo que llamaban “mala hierba”.  Estaba seguro de que se había librado de muchas gracias a ella por lo que había jurado ante su imagen que jamás derramaría sangre de otro ser humano. Al menos no la suficiente como para mandarlo a criar malvas. Y el viejo Carranza cumplía su palabra y se la hacía cumplir a los suyos. Ahora que era él quien criaba las flores en el cementerio, su sombra seguía aún presente y ninguno de ellos se habría atrevido jamás a contradecirle. La superstición era un rasgo innato en el clan.

Noemí maldecía con todas sus fuerzas la pastilla de jabón que lo había mandado al otro barrio. Sabía mejor que nadie que detrás de aquel personaje tosco e iracundo se escondía un cerebro hábil que sabía escabullirse del peligro con indudable destreza. No tenía claro que ella hubiese heredado aquella habilidad. Cuando el estúpido de su primo siguió a Sara hasta la librería el día en que esta murió y se parapetó en la azotea del edificio que daba a la trastienda, escuchó una detonación y vio salir a toda prisa por la puerta trasera del negocio a un personaje misterioso. Al intuir que había sido el autor del disparo, le había increpado desde arriba y el otro le había propinado dos tiros con bastante puntería. El primero se había alojado en la parte posterior del casco de la moto que aún llevaba puesto. Su absurda costumbre de no quitárselo nunca cuando esperaba volver pronto al vehículo le había salvado la vida. El segundo le había perforado el hombro. Por culpa de aquel imbécil, ella se había visto obligada a recurrir a Jessica Smith para que alguno de los médicos corruptos que tenía en nómina le extrajeran la bala y había tenido que fabricarle una coartada lo suficientemente convincente al joven como para que la policía lo descartara como sospechoso. La rumana, por su parte, había accedido porque lo necesitaba vivo para intentar descubrir lo que le había ocurrido a la joven de la que aún seguía enamorada. Después, la muy hija de puta le había hecho pagar el favor obligándola a acompañarla a casa de la pija de la librería y le había asestado un tiro a bocajarro a su marido en sus mismas narices. Aunque ella no había apretado el gatillo, casi podía sentir al abuelo revolviéndose en su tumba.

    —Espero que no olvides nunca lo que acaba de pasar —le había dicho Smith pegándole los labios al oído.

Noemí sabía que aquello había sido una amenaza, un ejemplo de lo que podía ocurrirle si le ocultaba algo.

Y allí estaba ella ahora, en la vieja casucha del abuelo. Sola. Sin saber si podía confiar en alguien más. Ni siquiera su primo sabía que Sara le había entregado el manuscrito poco después de su primer encuentro. Al menos le tranquilizaba que el tratado estuviera a buen recaudo. 

Aunque no era una experta, estaba casi segura de que el códice que tenía en su poder era auténtico. La joven le había explicado que no debía sacar el libro de la caja hecha de un cartón especial libre de aminoácidos, pero ella no había podido evitar la tentación. Había buscado información en Internet y se había agenciado unos guantes de algodón para manipular el tratado. Con sumo cuidado, había sacado el ejemplar. Sólo quería verlo, saber cómo era aquello por lo que alguien estaba dispuesto a matar. Y entonces, cuando el tejido de un guante enredado en el lomo hizo saltar el mecanismo de un minúsculo cajoncito cuyo interior estaba vacío, dedujo que lo que quiera que hubiese estado oculto allí se había ido con Sara a la tumba. 

El sonido del móvil que tenía en el bolsillo la sacó de sus pensamientos. Número desconocido. Quienquiera que estuviera llamando lo había dejado sonar tres veces y después había cortado. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo mientras sentía que el corazón se le aceleraba. Aquella llamada no habría tenido nada de especial si no hubiese sido porque Sara era la única a quien había facilitado el número de aquel móvil que había adquirido únicamente para comunicarse con ella.

Caridad Reyes

@caridadreyess

lunes, 3 de marzo de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS


CAPÍTULO 6


Florin Stan, un gitano romaní de espíritu errante y con habilidad innata para el comercio, llevaba consigo una fortuna en papel, pero no de la que circula en los bancos ni en las casas de moneda. Entre sus manos ardía un tesoro envuelto en páginas antiguas: 

El Manuscrito de Iskender.

Un noble venido a menos le había confiado aquella reliquia a cambio de un favor que nunca llegó a cobrarse. El gitano solo supo lo suficiente del libro: que tenía un valor incalculable y que, en el mercado negro, tenía a un comprador dispuesto a pagar por el una suma capaz de cambiarles la vida. 

Florin y su esposa, Anca, con aquel legado clandestino emprendieron el viaje en un pequeño coche prestado hacia la frontera de España, con la esperanza de vender el libro al comprador. En el asiento trasero, Micaela, de once años, y Vasile, de nueve, dormían acurrucados entre mantas raídas mientras sus padres hablaban con ilusión sobre el futuro. Imaginaban una casa con paredes firmes, lejos de la inclemencia de la carretera, donde sus hijos crecieran sin miedo, con comida caliente en la mesa y una educación que les permitiera elegir su propio camino. El manuscrito representaba todo eso.

Además de un compendio de conocimientos astrológicos y esotéricos atribuidos a un astrónomo otomano del siglo XV. Las lenguas decían que en sus inscripciones cifradas se ocultaban secretos sobre el devenir de los gobiernos, y que, en las manos adecuadas, su interpretación podía conceder poder sobre el curso de la historia. Tal vez solo era un mito, un relato inflado por la superstición, pero quienes conocían de su existencia estaban dispuestos a pagar una millonada por él.


Pero, el destino tenía otros planes. El punto de intercambio fue acordado con la cautela de quien sabe negociar con lo prohibido. Una gasolinera en desuso, en la antigua carretera N-II, entre Zaragoza y Fraga. Jose Luis Bonilla, el supuesto comprador, no era más que un traidor con la codicia pintada en los ojos y la intención de quedarse con el motín sin pagar un duro. Tuvo que emplear varios disparos torpes, en los agónicos cuerpos desplomados en el asfalto hasta llegar a dar en la cabeza de cada progenitor sellando el trágico final. El libro desapareció junto con la vida de Florin y su mujer. Micaela y Vasile, aturdidos por los disparos, salieron a toda prisa arrastrándose por el suelo, logrando escapar, se lanzaron a la noche sin saber a dónde ir, huyendo de la muerte que acababa de arrebatarles todo.

Los niños vagaron durante días, entre llantos y miedo, hambre y frío, perdidos en un mundo que de un instante a otro se había vuelto cruel e inmenso. Sobrevivían con lo poco que podían robar de los mercados y las huertas hasta que el encargado de una casa de acogida los sorprendió llevándose unas naranjas del puesto de Sebastián el frutero. No tuvieron fuerzas para escapar. No tenían nada más que perder y aceptaron el refugio. Pero lo que Micaela no aceptó fue el olvido.

Cada año, el día exacto en que sus padres fueron asesinados, encendía una vela en su mente. José Luis Bonilla seguiría respirando, riendo, viviendo, hasta que ella le arrebatara todo. Su odio era paciente y su rabia estaba cosida a su destino. Tarde o temprano, Bonilla pagaría. Con su vida. Y con la de su sangre.


A los diecisiete, se fugó junto a su hermano sin mirar atrás, dejando en las sábanas de la casa de acogida los restos de una infancia rota. Sobrevivieron como pudieron, alimentándose del engaño, de hurtos y de pequeñas estafas con las que apenas conseguían lo necesario para mantenerse en pie. Pero la miseria no era su peor hambre. La verdadera quemaba por dentro: el hambre de justicia, de venganza. La dureza del camino y la falta de escrúpulos los transformaron. Ya no eran dos niños huyendo de su destino. Eran depredadores aprendiendo a cazar.

Micaela dejó atrás su nombre y adoptó una identidad propia a su renacimiento: Jessica Smith. Sonaba afilado e ingobernable. Ella se convirtió en la mente maestra, en la estratega que hilaba fino cada movimiento con precisión. Su hermano Vasile, la seguía como un perro fiel, como un lobo sin jaula. Él era el brazo ejecutor de todos sus planes. 

Su ascenso en el mundo criminal fue vertiginoso. Nadie sospechaba de su empresa de importación y exportación, de la fachada impecable que servía de tapadera para la red de tráfico de arte, joyas y libros prohibidos en el mercado negro. Jessica negociaba y dominaba en las sombras con la destreza de su vena romaní. Mientras tanto, cada paso que daba en su tablero, la acercaba más a su verdadero objetivo.

El destino de Bonilla se selló una noche. Jessica quería sangre, sentir el pánico en su aliento, beberse su miedo y oírlo suplicar como una niña antes de arrancarle la vida con sus propias manos. Pero el poder tenía sus reglas, y ahora, en la cima, no podía permitirse ensuciarse las manos con minucias. No importaba. La justicia que ella había dictado se ejecutaría de igual forma.

Los hermanos Stan fueron metódicos. Un escape de gas, imperceptible, paciente, acabó con Jose Luis y su mujer. Aunque aún quedaba una pieza pendiente: su hija, Esther. Una casualidad la apartó del fuego aquella noche. Había salido a casa de una vecina. Pero no dejaba de ser un aplazamiento antes de que los pecados de su padre la alcanzara. Nadie escapaba de una deuda con los muertos.

Y Jessica Smith sabía esperar. 



Fue por ese tiempo cuando conocíó a Nicoletta, una joven estonia atrapada en una red de trata de blancas. Jessica la encontró en el Retablo, un club nocturno con nombre de picadero que solía frecuentar y se obsesionó con ella. Jessica le prometió un nuevo comienzo, una vida lejos de cadenas. Y cuando Jessica prometía algo, lo cumplía. Manipuló, sobornó, destruyó los rastros de su pasado y le regaló una nueva identidad: 

Sara Koppel. Un nombre limpio, libre. Pero la libertad no era barata.

Porque Sara nunca sintió nada por ella. Para Jessica, era amor. Para Sara, era solo la oportunidad de escapar de su miseria. Un mal menor al que agarrarse.

Cuando Jessica se dio cuenta de que su devoción era unilateral, el amor se pudrió en su interior, transformándose en algo oscuro. Empezó a hostigarla, a someterla. Le susurraba amenazas entre sonrisas, recordándole que la podía devolver a su infierno con una simple llamada. 

Sara intentó huir. Dos veces.

La primera, Jessica la encontró antes de que pudiera siquiera cruzar la calle. Le acarició la cara con ternura y le susurró que entendía sus miedos, que todo estaba bien. Le compró un bolso nuevo, la llevó a cenar a un restaurante caro y la dejó elegir que comer. Aquella noche, Sara sintió que su jaula tenía barrotes dorados.

La segunda vez, Jessica no fue tan indulgente.

La arrastró de vuelta con las uñas clavadas como garras en su brazo. No hubo palabras dulces. Solo un guantazo en la cara y un "No eres nadie sin mí."

Ella era contundente con su mensaje: 

-Si no puedes amarme, al menos, aprenderás a temerme.



Jessica Smith no tardó en dar con el paradero de su última pieza: Esther Bonilla. La presa que cerraría el círculo abierto aquella noche en la gasolinera de la N-II. Un disparo entre ceja y ceja, sería la solución más sencilla. Demasiado rápida. Demasiado indolora como colofón final, pensó. Pero el destino le regaló una alternativa más deliciosa.

Un chivatazo de uno de sus contactos le filtró un dato curioso: Esther estaba obsesionada con dar con un antiguo tratado de alquimia medieval. Jessica sonrió al saberlo. Vio en ello dinero. Mucho dinero. Algo comparado al que iba a ganar su padre con la venta del desaparecido manuscrito Iskender. Antes de ponerle fin, se aseguraría de exprimir hasta el último céntimo de su obsesión. No tenía prisa.

Cuando Jessica supo además, que Esther buscaba empleada para su librería, vio la oportunidad perfecta para infiltrarse en su vida sin levantar sospechas. Sara, su aliada obligada, sería su instrumento. Jessica la sometió a un "cursillo exprés" de literatura, nada profundo, solo lo suficiente como para dar la impresión de que Sara era la más capacitada para desempeñar el trabajo. Le enseñó los títulos más populares, las teorías literarias más comunes y unos cuantos datos sobre autores olvidados que Esther podría considerar como una muestra de erudición. Jessica no necesitaba que Sara fuera una experta. Con que supiera lo justo para ganarse la confianza de la librera y parecer lo suficientemente competente, ya sería suficiente.

Esther impresionada con la entrevista de Sara, nunca sospechó que, al abrir la puerta de su librería a la nueva empleada, estaba invitando a la serpiente a su nido.

Con Sara dentro, Jessica le pidió compromiso solo hasta que el asunto estuviera resuelto. Le prometió darle espacio, segura de que, con el tiempo, reconsideraría su relación. Pero si, al final, su voluntad era otra, la dejaría marchar para siempre.

Para que todo pareciera más real, le alquiló un pequeño y coqueto apartamento en el centro. No demasiado lujoso, pero sí lo suficiente para que Sara sintiera que tenía su propio espacio, su propia vida, aunque fuera solo una ilusión. La condición era que debía mantener los ojos bien abiertos. Si el tratado aparecía, Jessica sería la primera en saberlo.

-Llama a este número solo cuando tengas información sobre el libro. Nunca hables de mí a nadie. Yo seré quien te contacte a ti -le ordenó Jessica, poniendo en la mano de Sara un pequeño papel, con un extenso número de teléfono.



En el año que había transcurrido desde la introducción de Sara como empleada en la librería, Jessica observó de cerca cada uno de sus movimientos. Supo de sus devaneos con un tal Héctor, un quinqui de poca monta y cero neuronas. Sabía que esos músculos sin cerebro era solo un desahogo para ella propio de la edad. No era nada que le fuera a quitar el sueño. Pero cuando Sara empezó a hablar de Julián Contreras, todo cambió.

Los días previos a la muerte de Sara, la relación entre ambas se había vuelto insostenible. Jessica, consumida por los celos y la rabia, veía a Julián como una amenaza a su control sobre Sara. Para ella, Sara debía ser suya, o de nadie. El amor que sentía por la joven había degenerado en una posesión enfermiza, y no iba a tolerar cualquier intento de escapar a su dominio. 

Sara comenzó a sentirse fuerte entre los brazos de Julián. Su confianza crecía, y con ella, su descaro. Se sentía capaz incluso, de desafiar a Jessica, de amenazarla con lo que le quedaba: los secretos. Le advirtió que si se le ocurría no cumplir su parte del trato, desvelaba todo, desde Esther hasta la policía. Lo que hizo pensar a Jessica dos cosas: que el tratado de alquimia estaba cerca y que su castillo de naipes podría desmoronarse en cualquier momento. Pero, no iba a permitir que cayera; lo destruiría ella misma antes de permitir que alguien más lo hiciera. 

En una de las visitas al piso de Sara, dentro de una bolsa de papel, Jessica llevaba una botella de vino espumoso. No era más que un vino rosado barato, uno de esos que se hace pasar por italiano y que solo un paladar inexperto podría disfrutar, pero que a Sara le encantaba por su dulzura artificial. También llevaba un vial de 100 ml de acetato de plomo, ese veneno llamado azúcar de plomo. Pero eso, lo escondía con disimulo en el bolsillo de su elegante chaqueta de lino color crema. 

Descorchó la botella y como si estuviera en su casa, se fue a la cocina para coger un par de copas. En la destinada para Sara, vertió los 100 ml. Sara cogió la copa, la levantó y, con un forzado "salud", se la acercó a los labios dando un largo trago. Jessica, al verla, sintió una punzada en el estómago y un arrepentimiento instantáneo. Con un gesto rápido le hizo tirar la copa que cayó sobre la alfombra de yute. 


Aquel amor posesivo y retorcido que sentía por ella, la consumía por completo. La deseaba, la necesitaba a su lado, y por encima de todo, la quería demasiado.


LADURANA

@soyevaduran