Capítulo
5
Patricia
tenía una larga experiencia en homicidios y los resultados la avalaban, pero este
caso estaba siendo un desafío, tenía la sensación constante de que frente a
ella se encontraba el hilo correcto del que tirar, pero cuando intentaba
hacerlo no era más que humo que se le escapaba entre los dedos.
Había centrado la investigación en Sara
y lo que a priori parecía sencillo no hacía más que complicarse, pues todo la
llevaba a un callejón sin salida.
Su gente fue la primera en pisar la
escena del crimen, donde no encontraron nada fuera de lo normal. Habían
requisado el portátil de Esther, pero no había sido de utilidad. El DNI que
Sara llevaba encima era falso, así que daba por hecho que lo mismo pasaba con
todos los datos que contenía. No habían localizado familia ni amigos más allá
de su novio y el matrimonio propietario de la librería, así que por ahí habían
comenzado.
Lo primero que registraron fue su casa, pero
no había nada que convirtiese aquel piso en un hogar, ni una foto ni un cuadro ni
siquiera libros, a pesar de que Esther aseguraba que no era solo una amante de estos,
sino una experta.
Después habían conseguido localizar a
Héctor, su novio, un patán perteneciente a una familia de delincuentes que
estaba más asustado que apenado cuando le interrogaron. Héctor no le convencía
como sospechoso, pues su especialidad eran las palizas, estaba acostumbrado a
usar la fuerza bruta por encima del cerebro, además tenía coartada. Aun así, Patricia
había pedido a Gregorio que investigase su entorno más cercano.
La autopsia reveló que Sara tenía un
amante, Julián, el marido de su jefa, que a pesar de mirar ahora a su mujer
como un perro arrepentido en busca del cariño que estaba claro que ella no iba
a darle, era evidente que sentía algo real e inofensivo por Sara y, además, tenía
una coartada sólida.
Esther era la sospechosa perfecta sobre
el papel, pero Patricia había visto suficientes homicidios como para darse
cuenta de que no encajaba, al menos no de la manera evidente de mujer
despechada motivada por los celos, aunque era obvio que ocultaba algo. La
contabilidad fue lo primero que le puso sobre esa pista, la última gran suma de
dinero que había destinado a una de sus cuentas en Bahamas confirmaba que
Esther no era una simple autónoma amante de los libros con un marido infiel. El
peculiar espectáculo que había presenciado en su casa era lo que Patricia no
acababa de tragarse. No creía que hubiese matado a Sara, pero sí que valía la
pena indagar más en la vida de Esther. Por eso había pedido a Gregorio que
siguiese investigando sus cuentas a ver si encontraba algo nuevo de lo que
tirar.
El informe del forense era claro: Sara
había muerto de un disparo al corazón, lo que llevaba a Patricia a pensar que
su asesinato había sido planeado, orquestado y ejecutado por un profesional,
pero había tres incógnitas fundamentales a las que no paraba de darle vueltas:
la primera era por qué todos los testigos aseguraban haber oído entre tres y
cinco disparos cuando una única bala era la responsable de la muerte de Sara y
no había ningún otro agujero ni en su cuerpo, ni en la librería ni en los
alrededores; la segunda era una llamada de 24 segundos que Sara había realizado
el día antes de morir a un número que habían conseguido ubicar en Egipto, pero que
no estaba asociado a ninguna persona física; y la tercera, y más desconcertante,
era la anotación del forense que decía que había detectado plomo en los riñones
y la sangre de Sara, lo que era un claro indicativo de que alguien estaba
intentando envenenarla.
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Esther había visto el mismo coche azul y
gris con los cristales tintados que vio en el pueblo la tarde en que sus padres
aparecieron muertos por una fuga de gas en su casa y sabía que no era una
coincidencia. Mintió a Julián y se fue a la casa familiar. De la muerte de sus
padres hacía muchos años, pero había mantenido aquella pequeña casa de campo
intacta y en secreto. Solo volvía allí cuando necesitaba recordar por qué hacía
lo que hacía. Abrió la puerta y los recuerdos la abrumaron, haciendo que tirase
el bolso al suelo y se sentase en la pequeña butaca que había junto a una
chimenea que antes siempre estaba encendida, aquella butaca desde la que su
padre la aleccionaba mientras su madre revoloteaba pendiente de que ambos
estuviesen cómodos. Aleja los recuerdos para dirigirse al escritorio de su
padre y abrir el cajón con la pequeña llave que lleva en su cadena, pegada
siempre a ella, como le había ordenado. Sus manos tiemblan al abrir el cajón,
pero recupera algo de serenidad al encontrar la vieja e inocente correspondencia
que siempre ha estado ahí guardada. No es eso lo que busca, sabe que hay un bajo
fondo y tras abrirlo descubre que el anillo sigue allí y suspira aliviada.
Esther había comprendido que el libro
que compró era el original, el problema es que, en su lugar, ahora había una
burda copia. Estaba convencida de que lo mejor que podía hacer llegados a este
punto era mantener un perfil bajo y esperar a que Patricia diese con el asesino
de Sara, confiando en que acabase en prisión y ella a salvo.
Fuera quien fuese, no podría transmutar
la materia, convertir el plomo en oro, sin el anillo que todavía poseía ella y
que era la clave para conseguir que el proceso pudiese llevarse a cabo con
éxito, el anillo era el catalizador. Esto no le aportaba tranquilidad a Esther,
quien tuviese el libro ya habría descubierto el pequeño compartimento donde el
alquimista original había escondido el anillo que más tarde pasó a formar parte
del legado de su padre. Por si acaso, decidió dejarlo donde estaba, en ese bajo
fondo había permanecido seguro durante los últimos cien años.
Cuando al anochecer, más calmada, Esther
llega a casa, se sorprende al oír a Julián alterado y decide escuchar un poco
más antes de abrir la puerta.
—Te lo prometo, solo estaba con Sara
porque me hacía sentir vivo. —La voz de Julián estaba cargada de terror y
Esther se había quedado petrificada.
—Es sincero, sé cuándo un hombre
amenazado miente —le dice una chica con voz joven y tono aburrido a otra mujer
que se limita a gruñir, frustrada.
— ¡Por favor, te he dicho la verdad! —suplica
Julián con una desesperación que hace que algo se rompa dentro de Esther.
Un disparo es la única respuesta que recibe
su marido, seguido de un grito ahogado por parte de la chica con tono aburrido
y un golpe seco contra el suelo. Suficiente para hacer reaccionar a Esther, que
corre escaleras abajo tan rápido como puede.
Carmen
F. de la Fuente.