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lunes, 24 de febrero de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

 

Capítulo 5

Patricia tenía una larga experiencia en homicidios y los resultados la avalaban, pero este caso estaba siendo un desafío, tenía la sensación constante de que frente a ella se encontraba el hilo correcto del que tirar, pero cuando intentaba hacerlo no era más que humo que se le escapaba entre los dedos.

Había centrado la investigación en Sara y lo que a priori parecía sencillo no hacía más que complicarse, pues todo la llevaba a un callejón sin salida.

Su gente fue la primera en pisar la escena del crimen, donde no encontraron nada fuera de lo normal. Habían requisado el portátil de Esther, pero no había sido de utilidad. El DNI que Sara llevaba encima era falso, así que daba por hecho que lo mismo pasaba con todos los datos que contenía. No habían localizado familia ni amigos más allá de su novio y el matrimonio propietario de la librería, así que por ahí habían comenzado.

Lo primero que registraron fue su casa, pero no había nada que convirtiese aquel piso en un hogar, ni una foto ni un cuadro ni siquiera libros, a pesar de que Esther aseguraba que no era solo una amante de estos, sino una experta.

Después habían conseguido localizar a Héctor, su novio, un patán perteneciente a una familia de delincuentes que estaba más asustado que apenado cuando le interrogaron. Héctor no le convencía como sospechoso, pues su especialidad eran las palizas, estaba acostumbrado a usar la fuerza bruta por encima del cerebro, además tenía coartada. Aun así, Patricia había pedido a Gregorio que investigase su entorno más cercano.

La autopsia reveló que Sara tenía un amante, Julián, el marido de su jefa, que a pesar de mirar ahora a su mujer como un perro arrepentido en busca del cariño que estaba claro que ella no iba a darle, era evidente que sentía algo real e inofensivo por Sara y, además, tenía una coartada sólida.

Esther era la sospechosa perfecta sobre el papel, pero Patricia había visto suficientes homicidios como para darse cuenta de que no encajaba, al menos no de la manera evidente de mujer despechada motivada por los celos, aunque era obvio que ocultaba algo. La contabilidad fue lo primero que le puso sobre esa pista, la última gran suma de dinero que había destinado a una de sus cuentas en Bahamas confirmaba que Esther no era una simple autónoma amante de los libros con un marido infiel. El peculiar espectáculo que había presenciado en su casa era lo que Patricia no acababa de tragarse. No creía que hubiese matado a Sara, pero sí que valía la pena indagar más en la vida de Esther. Por eso había pedido a Gregorio que siguiese investigando sus cuentas a ver si encontraba algo nuevo de lo que tirar.

El informe del forense era claro: Sara había muerto de un disparo al corazón, lo que llevaba a Patricia a pensar que su asesinato había sido planeado, orquestado y ejecutado por un profesional, pero había tres incógnitas fundamentales a las que no paraba de darle vueltas: la primera era por qué todos los testigos aseguraban haber oído entre tres y cinco disparos cuando una única bala era la responsable de la muerte de Sara y no había ningún otro agujero ni en su cuerpo, ni en la librería ni en los alrededores; la segunda era una llamada de 24 segundos que Sara había realizado el día antes de morir a un número que habían conseguido ubicar en Egipto, pero que no estaba asociado a ninguna persona física; y la tercera, y más desconcertante, era la anotación del forense que decía que había detectado plomo en los riñones y la sangre de Sara, lo que era un claro indicativo de que alguien estaba intentando envenenarla.

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Esther había visto el mismo coche azul y gris con los cristales tintados que vio en el pueblo la tarde en que sus padres aparecieron muertos por una fuga de gas en su casa y sabía que no era una coincidencia. Mintió a Julián y se fue a la casa familiar. De la muerte de sus padres hacía muchos años, pero había mantenido aquella pequeña casa de campo intacta y en secreto. Solo volvía allí cuando necesitaba recordar por qué hacía lo que hacía. Abrió la puerta y los recuerdos la abrumaron, haciendo que tirase el bolso al suelo y se sentase en la pequeña butaca que había junto a una chimenea que antes siempre estaba encendida, aquella butaca desde la que su padre la aleccionaba mientras su madre revoloteaba pendiente de que ambos estuviesen cómodos. Aleja los recuerdos para dirigirse al escritorio de su padre y abrir el cajón con la pequeña llave que lleva en su cadena, pegada siempre a ella, como le había ordenado. Sus manos tiemblan al abrir el cajón, pero recupera algo de serenidad al encontrar la vieja e inocente correspondencia que siempre ha estado ahí guardada. No es eso lo que busca, sabe que hay un bajo fondo y tras abrirlo descubre que el anillo sigue allí y suspira aliviada.

Esther había comprendido que el libro que compró era el original, el problema es que, en su lugar, ahora había una burda copia. Estaba convencida de que lo mejor que podía hacer llegados a este punto era mantener un perfil bajo y esperar a que Patricia diese con el asesino de Sara, confiando en que acabase en prisión y ella a salvo.

Fuera quien fuese, no podría transmutar la materia, convertir el plomo en oro, sin el anillo que todavía poseía ella y que era la clave para conseguir que el proceso pudiese llevarse a cabo con éxito, el anillo era el catalizador. Esto no le aportaba tranquilidad a Esther, quien tuviese el libro ya habría descubierto el pequeño compartimento donde el alquimista original había escondido el anillo que más tarde pasó a formar parte del legado de su padre. Por si acaso, decidió dejarlo donde estaba, en ese bajo fondo había permanecido seguro durante los últimos cien años.

Cuando al anochecer, más calmada, Esther llega a casa, se sorprende al oír a Julián alterado y decide escuchar un poco más antes de abrir la puerta.

—Te lo prometo, solo estaba con Sara porque me hacía sentir vivo. —La voz de Julián estaba cargada de terror y Esther se había quedado petrificada.

—Es sincero, sé cuándo un hombre amenazado miente —le dice una chica con voz joven y tono aburrido a otra mujer que se limita a gruñir, frustrada.

— ¡Por favor, te he dicho la verdad! —suplica Julián con una desesperación que hace que algo se rompa dentro de Esther.

Un disparo es la única respuesta que recibe su marido, seguido de un grito ahogado por parte de la chica con tono aburrido y un golpe seco contra el suelo. Suficiente para hacer reaccionar a Esther, que corre escaleras abajo tan rápido como puede.

 

Carmen F. de la Fuente.

domingo, 16 de febrero de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

CAPÍTULO 4.


Julián Contreras Zarragutiz se trasladó al cuarto de invitados. Intentaba no culparse por lo que había sucedido. Imaginaba que tal vez el novio se había tomado la venganza por su cuenta al enterarse de que ellos estaban liados. Con la librería precintada, debido a las investigaciones en curso, El matrimonio se encontró cara a cara en el salón de su casa, pero no tenían nada que decirse.

Julián y ella no podían hacer nada de momento, mientras las investigaciones de la policía seguían su curso. Una de las líneas de investigación se centró en la contabilidad de la librería, ya que mostraba entradas y salidas sin justificar. Pagos en B. Transacciones con bancos de Singapur y otros paraísos fiscales. 

A ambos les habían prohibido abandonar la ciudad, tras someterlos a largos interrogatorios que acabaron por desquiciar a Ester. Los resultados del informe del médico forense evidenciaban que el semen encontrado en el cuerpo de la víctima era de Julián. Este confesó lo que su mujer ya sospechaba.

Sin embargo, a Ester ya todo le daba igual. Lo más importante no era ni el asesinato de la empleada ni la infidelidad de su marido. Lo que realmente la carcomía por dentro era haberle fallado a su padre y a la familia entera. Se había dejado embaucar. Maldita soberbia. Arrogante como fue el padre, altiva, deseaba ser única, especial, mejor.

El libro que debía albergar un inmenso acerbo de conocimiento oculto capaz de transmutar la materia, en realidad era una barata imitación en pergamino ilustrado por un don nadie. Un amasijo de obviedades; un relato para jóvenes desorientados; para colegialas ilusas. Ella pagó con un dinero cuyo rastro se perdía en una maraña de cuentas interpuestas. 

Lo que ella había considerado una joya de valor incalculable (El Tratado de alquimia medieval) era una imitación. Cuando se lo enseñó a Sara mantuvieron una discusión apasionada sobre la autenticidad o falsedad del volumen policromado. A pesar de haberlo examinado a conciencia, Ester no descubrió el engaño hasta que se dio cuenta de un detalle. Eso fue lo que la sumió en una depresión profunda. Buscaba solución al problema. Se levantaba cansada. No se vestía. Deambulaba por el pasillo con la cara demacrada y el pelo en greñas. Se culpaba de lo sucedido.

Julián, tras pedirle perdón a su mujer, le juró que jamás volvería a serle infiel. Estaba realmente arrepentido. Y, a fin de conseguir el perdón, le regaló un collar de oro de 22 k. Era cierto que tenía algunas debilidades, pero enseguida se arrepentía y conseguía que Ester le volviera a aceptar a su lado. 

Pero Ester había dejado de ser Ester. «Lo he visto. Lo he visto allí, sobre la sangre, junto al cuerpo de ella», repetía con la melena rizada cayéndole por la cara. Afirmaba que le asestó una estocada en la yugular valiéndose del viejo abrecartas de latón de su padre que guardaba en el mostrador. 

Aquella noche, Ester apenas cenó nada. Julián le sirvió una tila y él se hizo un café. Ante su asombro, llamaron a la puerta. Eran dos policías: Patricia Esteban y Gregorio Muñoz. Se presentaron y Julián les ofreció un café. 

—Dígaselo, subinspectora, está convencida de que fue ella —suplicó un Julián desesperado.

Patricia Esteban era la superiora de Gregorio Muñoz, un agente en prácticas con ganas de aprender. Tras revisar los papeles de la librería de lance, quedaban interrogantes por despejar. Cosas que no encajaban. Patricia quiso aclarar la situación.

—Usted no pudo ser, porque se encontraba en el bar de enfrente. Muchos la vieron allí en el momento del asesinato. Además, no fue con el abrecartas. Es cierto que cayó al suelo justo encima del charco de sangre. Pero no fue el arma homicida. 

—Yo, yo, yo, esa chica —temblaba al decir esto— esa Sara, ella, no, no, no, nos entendíamos, —confesó mirando a Julián y negando con la cabeza—. No sé cómo vino a trabajar con nosotros. 

Y añadió:

—¡Fui yo! —Exclamó agitada—. 

En ese momento, los tres miraron a Julián, quien levantó los hombros sin entender nada. Ella prosiguió:

—Me alegré de que le pasara lo que le pasó. Tenía celos de mi marido. A nadie le gusta que le pongan los cuernos. Ellos me traicionaron. Se querían deshacer de mí.

—Cariño, no digas eso —dijo Julián, al tiempo que intentaba abrazarla. 

—Déjame, idiota. Mira que eres estúpido —exclamó ella, mientras Patricia y Gregorio se echaban miradas sin entender qué secreto guardaban, si todo era un montaje para desviar la atención de la cuestión principal.

Por fin, Patricia y Gregorio, sin saber por qué se habían sentado con ellos cuando lo que querían era examinar la vivienda, dijeron:

—Mañana traeremos la orden, pero ahora nos gustaría echar un vistazo. ¿Podemos? —Preguntó Julián. Julián y Ester asintieron resignados.

Inma Garín

http://inmagarinmartinez.wordpress.com

@inmagarin_


lunes, 10 de febrero de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS

CAPÍTULO 3.

 

Hacía poco más de un año que Sara trabajaba en la librería. Sabía por qué estaba allí, pero no por cuánto tiempo. Eso dependía de lo que tardara en aparecer el gran libro, una gran joya del valor incalculable, el libro entre los libros. Un tratado de alquimia medieval que encerraba un conocimiento oculto capaz de transmutar la materia. Quien le pagaba por ello, no tenía prisas. Sabía que tarde o temprano, Ester lo conseguiría. No había libro raro que se le resistiese y, antes o después, daría con él. A Sara le correspondía estar pendiente de sus movimientos; mientras tanto, se dejaba querer por el marido de Ester, Julián Contreras Zarragutiz, que casi le doblaba en edad. Era un hombre muy atractivo, hijo único y heredero de una familia acomodada del País Vasco.

Todo había empezado de la manera más inocente, con un tonteo entre libros: miraditas, roces, sonrisas, insinuaciones… Ella en un principio, sólo quería darle celos al bruto de su novio, pero una cosa llevó a la otra y…, pronto, empezó a anhelar el tacto de sus manos recorriendo su piel. Julián se enamoró de ella nada más verla. Parecía tan delicada y era tan joven… En los inicios se resistía a pasar por la librería, pero terminó por ceder a la atracción y, poco a poco, sus acercamientos se fueron tornando cada vez más atrevidos y tórridos.

La mañana en que Sara supo que el libro había sido adquirido por Ester, se encontraba colocando los libros de una estantería. Era verano, y hacía un calor de justicia. Llevaba un vestido vaporoso que insinuaba sus formas. Se oyó abrir la puerta, pero parecía ensimismada en su tarea. Se la veía concentrada, abstraída en sus pensamientos, ajena a la escena. Alguien se le aproximó por detrás, y ella empezó a sentir unas suaves y cálidas manos posándose sobre sus pechos, así como una respiración jadeante sobre su cuello y unos labios húmedos que se deslizaban por su nuca. Sara se estremeció de arriba abajo, y él empezó a desplazar sus delicadas manos entre sus nalgas mientras sorteaba los pliegues de su vestido. Sin abandonar su posición, ambos acoplaron rítmicamente sus cuerpos, al tiempo que se les oía gemir.

De repente, oyeron que la puerta volvía a abrirse. Se quedaron quietos, petrificados como estatuas y aguantaron la respiración. Sabían que era Ester, ya que la puerta estaba cerrada con llave. Ester pensaba que no había nadie porque en la puerta colgaba un cartelito que rezaba: “Vuelvo enseguida. Perdonen las molestias”. Era uno de los juegos eróticos de los amantes. Ella colgaba el cartel y cerraba con llave, se ponía en una zona no visible desde la puerta, y él jugaba a sorprenderla mientras trabajaba. Pero ese día la sorpresa fue de verdad. Ester no los vio porque estaban fuera de su ángulo de visión, parapetados tras una estantería del fondo. Volvió a cerrar con llave y se metió a toda prisa en la trastienda cerrando la puerta de la misma. Todo muy extraño para su habitual manera de proceder. A las claras, escondía y se escondía de algo.

Los amantes, en ese momento, no pensaban más que en salir del apuro y no ser descubiertos. Julián se recompuso como pudo, con sigilo se dirigió hacia la puerta, giró la llave como si la estuviese abriendo desde fuera, quitó el cartelito, carraspeó como haciéndose notar y preguntó:

—¿Alguien por aquí?

Sara, que había salido a la par, contó hasta 100 y volvió a entrar en la librería como si nada.

—Hola, Julián. ¿Llevas mucho aquí? Había salido a hacer un pequeño recado. ¿Y Ester, sabes dónde está? Llevo desde las 12:00 sin verla.

—Pues no, no sé nada. Acabo de llegar y he visto que estaba el cartelito en la puerta y la librería vacía. ¿Te puedo ayudar en algo, Sara?

—No, Julián, son cosas del inventario, y de eso no sabes nada.

—Ya, lo siento. Para otra cosa que pueda ayudar, me llamas y te contesto. Ahora voy a salir a hacer unas gestiones. Hasta luego.

—Hasta luego.

Sara se quedó a solas reflexionando sobre el comportamiento de Ester, ahora que no corría riesgo alguno. Empezó a sospechar que ocultaba algo porque no salió de allí el resto de lo que quedaba de jornada. Hizo lo propio, atender la librería como si estuviese a solas y marcharse a la hora de cierre. Cuando volvió por la tarde, notó a Ester rara y extasiada, como en otro mundo, Y entonces, lo supo: había encontrado el libro y lo tenía entre sus manos.

A eso de las 20:30, después de cerrar la librería, y una vez rodeada de la seguridad de su apartamento, Sara tomó su móvil para realizar una llamada. Justo en ese momento, parpadeó un nombre en la pantalla. Era su novio. Rechazó la llamada y buscó otro número. Llamó y esperó. Al tercer toque, se oyó una voz femenina con acento extranjero:

—Dime, ¿lo tienes ya?

—No, todavía no, pero sé que Ester lo tiene.

—¿Lo has visto?

—No, no lo he visto.

—Y... ¿Cómo sabes que lo tiene? No me gusta que me hagas perder el tiempo.

—Lo sé. Sólo quería que lo supieras.

—Cuando lo tengas, me llamas, no antes.

—De acuerdo… ¿dejarás que me marche si lo consigo? ¿verdad?

—Tú tráemelo. Luego hablaremos.

La mujer cortó la llamada y Sara se quedó pensativa y algo triste. Le quedaba todo un camino de riesgos y dificultades por delante, y no tenía garantías de nada ni nadie en quién poder confiar.

Ana Cristina González Aranda.

@ana.escritora.terapeuta.

 Sacando los pies del texto

lunes, 3 de febrero de 2025

LOS LIBROS OLVIDADOS


                                                    CAPÍTULO 2


Noemí era, desde un punto de vista genético, una Carranza de libro. Igual que su padre Luciano. No tanto Jacobo, el mayor, que, según su progenitor común, era idiota. Tampoco Carlos, el pequeño, que, a decir de éste, era demasiado inteligente. “A los inteligentes se los come la vida. Es preferible ser espabilada hija”.

    Pero si había un Carranza ortodoxo en esta genealogía, ese había sido el abuelo paterno Isaac. Tratante de todo, experto de nada, y amigo de cualquier buen lío, había pasado por la vida envuelto en un carácter tosco, taimado y desafiante que, paradójicamente, le había procurado más triunfos que derrotas. Y un sinfín de enemigos.

    En sus últimos años, tras la muerte de su esposa y tras pasar el testigo de los chanchullos familiares a sus hijos, había acrecentado su misantropía y esa forma de vida huraña bajo el lema de “¡¡¡Os voy a dar tierra a todos, hijos de puta¡¡¡”, el cual difundía a hijos, nietos y conocidos con reiteradas llamadas de teléfono. “¿Quién es?” ; "El abuelo. Ya está con su cantilena de siempre”; “Madre mía. Tiene el cable tan pelado que cualquier día se electrocuta él solo”.

    Pero nada más lejos de la realidad. Isaac Carranza pasó de la octava década sin apreturas, con un aire de superioridad racial cuasi nazi del que también se vanagloriaba. Para dar peso a su teoría de genes supremacistas, llevaba lustros sin calefacción en casa aún cuando el rigor climático lo pudiese exigir pues, según él, el frío le mejoraba las defensas.

    De este modo, se paseaba por su gélida morada en pleno invierno en ropa interior, descalzo. Si tenía que bajar a la calle a cualquier cosa, se enfundaba un mono azul de mecánico, calzaba unas sandalias y despachaba cualquier asunto. Tampoco comía mucho, una vez cada dos o tres días porque la cetosis, de la que había leído todo, le limpiaba por dentro.

    Como no podía ser de otra manera, Isaac Carranza un día de marzo dos años atrás, reventó. Pero no de inanición o de hipotermia. Reventó literalmente su cabeza contra el bidé por mor de una pastilla de jabón en mal sitio, o en buen sitio según a quien se preguntase.

    El sitio del abuelo lo ocupó su segundo hijo, Damián, el tío de Noemí. Menos dotado para los trapicheos que Isaac, pero con una fuerza bruta de choque superior que le otorgaban sus dos hijos varones, dos energúmenos sin escrúpulos que no tenían prejuicio ninguno a la hora de cobrar la deuda de alguno de sus usureros préstamos, o directamente aceptar algún encargo que conllevara dar una paliza a cualquier desgraciado.

    Sin embargo, existía un miembro de la familia Carranza con mejores artes para la farándula delictiva. Noemí había heredado el olfato del abuelo para negocios de más enjundia.

    Por eso, en una de tantas comidas domingueras familiares dónde se trataban todo tipo de asuntos de orden mafioso, Noemí detectó un más que lucrativo posible negocio.

    Uno de sus primos tonteaba con una chica desde hacía algún tiempo. Nada serio. A ella le gustaba el aire de malote de él, y para éste no dejaba de ser una muesca más en su revolver figurado.

 

    —Se llama Sara. Pues no va y me suelta el otro día que también está liada con su jefe. ¡Como si a mi eso me importara mucho¡ —dijo soltando una risotada a la que solo contribuyó su hermano.

    —¿La rubita de la librería? —preguntó Damián.

    —Esa misma. Según dice mi chica, la que lleva los pantalones en el negocio de la librería es la mujer. El tipo no pinta nada.

    —Otro hombre blandengue como decía el maestro —contribuyó el hermano.

    —Sara asegura que la dueña pierde el culo por libros raros. Ella cree que muchos los consigue en el mercado negro o algo peor.

    —¿Cómo peor? —preguntó Luciano el padre de Noemí.

    —Pues que es posible que encargue algún “trabajito” para conseguirlos. Me ha comentado Sara que son los “incuestionables”.

    —“Incunables” subnormal —intervino Noemí—. Son libros impresos en el siglo XV. No hay muchos y el valor de alguno de ellos es desorbitante.

    —Pues a esos se refiere mi novia.

    —Ya me extraña —volvió a decir Noemí—. Mucha gente confunde primeras ediciones antiguas con incunables. Y no tiene nada que ver. Seguramente alude a esto.

    —Sara ha estudiado “bibliografía”, sabe lo que dice.

    —Biblioteconomía tarado.

    Pese a las carencias de su primo, a Noemí le llamó poderosamente la atención que pudiese ser verdad que aquella mujer hubiera encargado el robo de algún ejemplar de ese tipo para su colección. Si Sara tenía enganchado al marido por la bragueta, arrimándose a ella era más que probable que pudieran investigar un poco más sobre aquel asunto.

    Aquello podía ser un golpe de nivel. Algo que buscaba Noemí desde hacía tiempo para subir de categoría a la familia y dejarse de mediocridades hamponas.


César Sierra.