Capítulo 4 - El rumor de las sombras
La noche se había cerrado como una tela pesada sobre la finca. No soplaba viento, no cantaban las cigarras, y los perros —que normalmente reaccionaban al menor ruido— estaban en silencio, pero no dormidos. Claudia despertó con el corazón en la garganta. Algo la había llamado desde dentro, como si un pensamiento ajeno hubiese susurrado su nombre en sueños.
Se incorporó con lentitud y caminó hasta la ventana. La luna nueva no iluminaba nada, pero sus ojos supieron a dónde mirar. Allí, en el sendero polvoriento que descendía desde el bosque, una silueta avanzaba con paso firme. Llevaba una capa oscura que parecía flotar sobre la tierra. No tropezaba, no dudaba. Caminaba como si conociera el camino desde antes de que existiera.
Claudia bajó las escaleras a tientas. Julio ya estaba junto a la puerta con el viejo rifle descargado. No hizo falta hablar: los dos sabían que algo iba a irrumpir en su vida para siempre.
Al abrir, el aire nocturno los recibió con un escalofrío punzante. La mujer se detuvo justo antes del umbral. Su rostro estaba parcialmente cubierto por la capucha, pero su voz era clara, templada como el filo de un cuchillo bien afilado.
—Mi nombre es June. No vine a llevarlo. Vine a advertirles.
Ninguno de los dos se movió. Claudia sintió que aquel nombre le oprimía el pecho. No sabía por qué, pero sonaba familiar. Como si lo hubiese escuchado en una conversación que nunca tuvo.
La dejaron entrar. El fuego de la chimenea aún ardía tenuemente, y la estancia olía a leche hervida y madera vieja. June se sentó sin mirar a su alrededor, como si ya conociera cada objeto de la casa. Tenía la calma de alguien que ha cruzado demasiadas fronteras interiores.
Extrajo de su capa una pequeña caja metálica, desgastada por el uso. La colocó sobre la mesa con precisión. Luego, con lentitud ritual, extrajo de ella un sobre sellado con una cinta roja y una tarjeta plástica de bordes dorados con símbolos que Claudia no supo reconocer.
Todo parecía sacado de una tecnología futura, pero también antigua. Atemporal.
—Ese niño no debía haber salido de nuestras instalaciones. Es una anomalía. Lo llaman “producto defectuoso”, pero no lo es —dijo, sin levantar la voz—. Fue modificado. Desde el embrión. Con códigos que ni siquiera nosotros comprendemos del todo.
Julio la miraba en silencio. Claudia estrechó al niño contra su pecho.
—Ese niño… fue diseñado para aprender. Para adaptarse. Y para elegir. Nunca debió activarse. Y sin embargo, está aquí —añadió June, con un brillo húmedo en los ojos.
La caja metálica emitió un pequeño clic al abrirse del todo. June sacó un chip ovalado, de superficie pulida. Al tocar la mesa, una línea de luz azul lo recorrió. Claudia retrocedió un paso instintivamente.
—Esto contiene parte de su perfil genético, patrones de comportamiento y… algo más —murmuró June—. No lo abran antes de que cumpla tres meses exactos. Si lo hacen antes, podrían liberar procesos que aún no están maduros.
El bebé, en brazos de Claudia, giró la cabeza hacia June y emitió un balbuceo dulce, como si la reconociera. June se estremeció.
—No me busquen. No me llamen. Si sobrevivo… nos volveremos a ver.
Se levantó, volvió a cubrirse el rostro con la capucha y desapareció por la misma senda por donde llegó, tragada por la noche sin estrellas.
Julio no podía dormir. El reloj marcaba las 3:37, la misma hora en que todo había comenzado días atrás. El silencio era ahora más denso. Parecía tener bordes y peso. Encendió su viejo portátil, el único que había aislado de la red desde que abandonaron la ciudad. Insertó el chip.
En la pantalla, todo estaba cifrado. Carpetas con nombres sin sentido. Hasta que encontró una, pequeña y discreta: “ORIGEN.txt”. Al abrirla, apareció una sola línea:
“REEKON no fue diseñado para obedecer. Fue diseñado para aprender… y elegir.”
Debajo, una cadena larguísima de caracteres: código genético. Al principio no entendió. Luego, una certeza brutal lo golpeó en el pecho: había patrones conocidos. Fragmentos que había visto antes. Uno en especial, que recordaba de sus propias pruebas clínicas. Otro, de los archivos de Claudia.
Ese niño… era de ellos.
No era una donación aleatoria, ni una crueldad del destino. Alguien había utilizado sus células para crear algo que ya no sabían si era humano o más que humano.
Mientras Julio miraba fijamente la pantalla, Claudia dormía en la habitación, abrazando al bebé. En su sueño, caminaba por un bosque blanco, cubierto por una nieve extraña que no helaba. Todo era silencio, pero no era un silencio vacío: era el silencio que precede a una revelación.
El niño caminaba delante de ella. Tenía el cabello más largo, los ojos completamente negros, como dos lunas nuevas. Se giró, y con una voz clara, que era la voz de Julio cuando era joven, le dijo:
—No soy lo que esperan. Pero sí soy lo que tú necesitas.
Claudia despertó con un sollozo mudo. El niño dormía, plácido. Lo tomó en brazos, retiró la manta, y notó que donde antes había un código de barras, ahora solo había piel limpia.
La marca había desaparecido.
Cuando Julio entró en la habitación, Claudia ya estaba sentada en la mecedora, con el niño en brazos. No necesitaban hablar. El bebé se desperezó, estiró una manita, y le tocó el rostro a Julio con una ternura inexplicable. Murmuró una palabra ininteligible, pero que ambos creyeron entender.
—¿Dijo… “mamá”? —preguntó Julio.
Claudia asintió, con lágrimas temblando en los bordes de sus ojos.
—No sé si es humano —dijo él—. No sé si nosotros lo somos aún. Pero sé que no quiero entregarlo a nadie. Quiero… protegerlo.
El sol apenas comenzaba a insinuarse entre los pinos cuando Julio salió al jardín. Algo en el ambiente era distinto. No el aroma de la mañana, ni el crujido de las hojas… sino un zumbido bajo, apenas perceptible, como si el aire vibrara en una frecuencia nueva.
Entonces lo vio.
Suspendido entre las ramas, casi inmóvil, flotaba un pequeño dron esférico. Sin luces. Sin ruido. Solo ahí. Observando.
Julio no dudó. Corrió al cobertizo, cargó la vieja escopeta con las manos temblorosas y disparó. El impacto fue certero. La esfera cayó y al tocar el suelo, estalló en una llamarada de chispas.
Entre los restos, vio un chip aún humeante.
El logo de SoftwareGenetics era inconfundible.
Dentro de la casa, Claudia ya estaba recogiendo lo esencial. No dijeron palabra mientras guardaban lo que podían. En la mecedora, el niño los miraba en silencio, con esa expresión vieja y sabía que parecía no pertenecerle.
Cuando salieron por la puerta trasera, el cielo aún tenía tonos violetas. Extraños. Como si el mundo estuviera mutando con ellos.
—Tenemos que movernos —dijo Claudia sin volverse—, antes de que nos den por muertos…
o nos quieran estudiar.
Y sin mirar atrás, se adentraron en el bosque.
— Juan David Aguilar Botero
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