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jueves, 15 de mayo de 2025

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            -No olvides quien eres. No olvides quién eres ni de donde vienes.

-Padre, ¡madre! ¡No!

Oliver mueve su cuerpo a punto de convulsionar y se levanta en un golpe y rápido movimiento. En seco, erguido, reblandecido por la visión, el joven de tez morena, pestañea una y otra vez, de manera pausada, volviendo en sí. Se mira las manos. La cama donde está sentado es austera. El resto de la estancia tiene las paredes de madera, sin tratar, salvaje, y no hay nada más a salvo de dos pilas en el suelo con agua y un cuenco con algo enterrado, sembrado, que no ha brotado aún.

También hay una caja, una vieja caja oxidada del paso de mucho tiempo. Abierta.

La luz natural del día, asoma por varios agujeros amorfos en varios puntos de la cabaña, y rendijas que hay en las juntas mal selladas. Es un espectáculo luminoso que blanquea hasta el más terrible sueño bañado en la negrura de un recuerdo que no parece ser cierto.

-No pasa nada. Todo ha sido un sueño. Debo ponerme en pie y ejecutar un rendimiento honroso con el grupo.

El milagro no es caminar sobre el agua, el milagro es caminar sobre la tierra verde del presente para apreciar la belleza y la paz de la que se dispone ahora. Eso dijo Thích Nhat Hand. Lo aprendí durante el periodo de educación antes de que llegásemos.

A través del agujero amorfo por donde se ve el exterior, un hermoso campo; manto verde en al menos cinco tonalidades distintas, hierba fresca y larga se ondea con la brisa, destella cada punta de cada trazo del cuadro que late vivo ante los ojos de Oliver.

Hay otras cabañas. De las cabañas van saliendo, cada uno a su ritmo, en solitario, otros jóvenes; desfilan con armonía coral, orden y disciplina, agradable de contemplar en un grupo de gente que no debe tener ni veinticinco años. Llevan indumentaria sencilla, ataviados con una tela sobre los hombros a modo de estola.

-Lo cierto es que estamos un poco perdidos. Todos nosotros, los niños que tan pronto dejamos de serlo, vinimos aquí. Aunque hemos avanzado bastante desde que llegamos. Hemos construido nuestra aldea, hemos aprendido a alimentarnos de lo que nos da la tierra y hemos creado enlaces familiares entre nosotros, como nos enseñaron antes, de cuando la gente sabía vivir en calma. Algo dentro me hace extrañar, no hemos sido configurados para ello. Lo tengo dentro, un sentimiento familiar e íntimo que echo de menos. Nostalgia. Un rastro que eliminar. ¿Debo hacerlo?

                                                                               ***

Los colores de las hojas, de aquí a allí, cambiaron de verdes, ocres, amarillas. La pareja continuó, parecía vencida. Los animales nocturnos velan por Claudia y Julio. Velan por el pequeño futuro. 

En las montañas, la inmensidad de la naturaleza gobierna la estampa. Allí ha quedado la paciente familia, tras unos meses desde la marcha. La huida.

El pequeño tiene seis meses. La caja está sobre una corona de viejas maderas.

Una humilde choza, oscuridad, dentro y fuera. Rojo entorno a la hoguera. Unas mantas. Legumbres, tomates y huevos. El mimbre sostiene los cuerpos. La familia abre los ojos de una siesta. 

            -He soñado con él. Era mayor y muy guapo.

            -Ha llegado el momento de que abramos la caja.

            -No estoy segura de que debamos hacerlo.

            -Debemos. Esa mujer era buena, Oliver la miró de una manera.

            -Puede ser que sea… 

            -Todo este retrato futurista me pone los pelos de punta. Estará bien. Mira su cara. Sabe más de lo que podemos ver. Estará bien.

Al abrir la caja un código de innumerables dígitos, puntos y símbolos desconocidos, se abre en el vacío de la estancia. Se rebobinan de lo que podría ser un mensaje encriptado. El azul reconocible pondera todas las activaciones digitales que se están llevando a cabo.

Oliver está contento, al menos eso parece; mira la luz como si reconociera las distintas enumeraciones que se van presentando.

El sonido es extraño, no se sabría identificar como algo que se haya escuchado antes. Suena como un claxon, pero no es nada parecido a eso, y como un leve pitido de una pelota de plástico desinflándose, y no es nada parecido a eso, luego, como un escupitajo, seguido de un moco atravesado, un casi estornudo y un casi llanto. Sonidos irreconocibles, números que no son números. El proceso está siendo completado. Todo pasa aceleradamente. Una luz tenue fulge más brillante, un colapso y un chorro aparentemente inexistente penetra directamente en el centro de la frente del pequeño Oliver. Le deja una señal.

            -Y si hemos hecho mal.

Julio y Claudia se miran. Luego observan a su hijo. Oliver no muestra estímulos de algo ni de nada. 

                                                                               ***

Sombras puntiagudas por toda la estancia. Los picos de cimas altas acechan moviéndose en vertical; la madera, no cruje, silencia la entrada del desdentado fantasma. Sierras punzantes tremendamente cortadas, agitándose. Escondiéndose. De la bondad. A hurtadillas van a profanarla. Como brazos trenzados lo atrapan. Se alargan. Agarran. La criatura no dice nada. La potestad de la sombra arrulla esa suerte. Mece al dormido. Es robada. Inocencia.

(...) Se vino a cobrar el pacto de aquel primer manuscrito. Estaba escrita, la profecía. Una leyenda que bien se sabe que no fue leyenda. Tapada en los siglos por el polvo de una tormenta, una maldición. De Iskender. Así se cumple el pacto. Se lleva a cabo el rapto. El elegido. Será llevado al otro lado.

Y es desde el camino entre la vida y la muerte que esa profecía se hace real. (...)

El texto narra una épica historia fantástica que se torna futurista y absolutamente inverosímil. Al pie del texto aparece un párrafo y una firma.

 “No hay un único camino o correcto, cada uno tiene un viaje único que recorrer, sin embargo, lo que une a todos los caminos es la necesidad de autenticidad. Sean sinceros consigo mismos, con sus deseos y miedos. En esa sinceridad encontrarán la llave para desbloquear su mayor potencial. Exploren su verdadero potencial y descubran las infinitas posibilidades que los esperan.” 

--Mensaje de un Arcturiano—

 

-Tonterías místicas. ¿Un Arcturiano? Menudos líderes con pies de barro. ¡De dónde salió esa propaganda esotérica sin fundamento ni ciencia! No puede ser eso parte del manuscrito. Aunque sea un epígrafe sin importancia. Debe ser una burda copia dentro de la caja.

-No te irrites Julio. Vamos a intentar ver más allá. Puede que sea simplemente un código, una vía, una falsa firma de una posible buena idea. Una manera de que los que no sepan leer más allá, no lo lean.

Claudia rompe a llorar.  El triste hombre, desencajado mira hacia el montón de tablones de madera donde permanece la caja. Al lado de esos tablones está la puerta de la choza. Dentro está oscuro, y la luz roja del atardecer entra generando una sensación tristemente vaporosa sobre el misterioso objeto. Julio pone su mano en el hombro de su querida Claudia y la traspasa hacia la corona de maderas. 

Toma la caja. La observa, su ojo hacia el fondo. La oscuridad. Alguna promesa. Vuelve a dejarla donde estaba. Sus manos tiemblan.

Da un manotazo en una tabla, sale hacia la pradera. Claudia se toma un momento, necesita ese momento.

Fuera es de noche. Las dos siluetas están separadas, quietas, tristes, apagadas.

-Tenemos que ir a buscarlo.

-No existe el camino entre la vida y la muerte Julio. 

-¿Y si existe?

-Eso existe cuando estás muriendo.

-Quizá sea lo que pensemos. Quizá, a mi pesar, haya en esta vida más de magia que de certeza.

-Debe ser algo que no comprendemos.  -Claudia pierde el hilo de voz. 

-Claudia...

Al entrar en la choza, la caja no está.

                                                                               ***

Oliver realmente no tiene nombre, se enumera 7832468. Pero lo llamamos Oliver.

Oliver se encuentra raro ese día, ha consumido los nutrientes esenciales, pero tiene cierta sensación. No sabe cómo calificarla. Nunca antes había notado así el cuerpo, con turbulencias dentro. Son cargas grandes de nada, como olas de una terrible ventisca sin aire, y le llega el vacío hasta la garganta, desfilando la presión hasta salirse por las orejas; son muy pequeñas, mucho más pequeñas que las orejas habituales. Apenas dos orificios, los que llevan al oído; son arropados por una membrana corta y menos rugosa de lo habitual. Aunque ¿qué es lo habitual?

Su cabeza también es algo extraña, un poco amorfa, y tan pálida, casi blanca. No tiene nada de pelo y lleva una marca en el centro de la frente, se podría decir que es una señal producida por algo que ha penetrado en su piel y hace muchos sueños que debió de suceder. 

Su indumentaria, un mono blanco de nailon y viscoso de una única pieza, le cubre el cuerpo entero, incluidos pies y manos. Son sus extremidades algo extrañas. La forma de su cráneo, resulta incluso de una poderosa armonía trascendental. Y si nos fijamos un poco, sus ojos tienen esa profundidad arcaica, de una mirada que, por alguna razón, ha velado su propia naturaleza.

Si miras ahí, en esa mirada negra, el abismo puede atraparte también a ti. 

Oliver ha terminado su jornada unos minutos antes de la hora exacta de fin de conexión que marca el panel que puede ver si alza un poco la vista. Y ese fin de conexión es una hora distinta a la que marca el mismo panel como la hora actual. En realidad, es difícil de saber, el panel tiene unos rótulos electrónicos inteligibles cuyos símbolos parecen marcar una hora y unos minutos, y quizá unos segundos, aunque son formas extrañas, posiblemente un lenguaje, uno muy extraño.

Se ha quedado totalmente en parada silenciosa, no podría decirse que es un ser vivo, uno humano. Ninguna mueca tiene que se asemeje con los rasgos imperceptibles que deja el pulso de un corazón y una mente pensante humana en cualquier cara. Su rostro parece bloqueado o efímero o vacuo; perdido, aunque perfectamente centrado. Quizá en algo absoluto donde se ha volcado todo su ser, y durante mucho tiempo. Quizá demasiado. ¿Dónde está conectado? ¿Qué hay arriba?

Oliver mira hacia arriba, centrado en ese algo que lo gobierna.

Está sentado en un habitáculo negro. Un cubo. Contempla el lugar y, de repente, por primera vez aprecia que es demasiado pequeño, que es demasiado negro y que está demasiado solo allí. Y después de tanto tiempo viajando, ciclos atravesando el espacio y el tiempo en ese cubículo, es la primera vez que piensa de esa manera. Y al darse cuenta de esto, Oliver tiene la certeza de que es la primera vez en diez mil años que piensa. 

Y, en el siniestro silencio que envuelve el habitáculo de Oliver, se escucha, no se ve ningún altavoz ni otro dispositivo, pero se escucha, un idioma muy complejo, con escupidos y casi un estornudo, luego una tos muda, un moco atravesado, que viene a decir:

            -Se configura el sueño de diez mil años. Configuración en proceso. Proceso terminado. 


 Beatriz Abad. La Camaleona

 

miércoles, 7 de mayo de 2025

Capítulo 4 - El rumor de las sombras

La noche se había cerrado como una tela pesada sobre la finca. No soplaba viento, no cantaban las cigarras, y los perros —que normalmente reaccionaban al menor ruido— estaban en silencio, pero no dormidos. Claudia despertó con el corazón en la garganta. Algo la había llamado desde dentro, como si un pensamiento ajeno hubiese susurrado su nombre en sueños.

Se incorporó con lentitud y caminó hasta la ventana. La luna nueva no iluminaba nada, pero sus ojos supieron a dónde mirar. Allí, en el sendero polvoriento que descendía desde el bosque, una silueta avanzaba con paso firme. Llevaba una capa oscura que parecía flotar sobre la tierra. No tropezaba, no dudaba. Caminaba como si conociera el camino desde antes de que existiera.

Claudia bajó las escaleras a tientas. Julio ya estaba junto a la puerta con el viejo rifle descargado. No hizo falta hablar: los dos sabían que algo iba a irrumpir en su vida para siempre.

Al abrir, el aire nocturno los recibió con un escalofrío punzante. La mujer se detuvo justo antes del umbral. Su rostro estaba parcialmente cubierto por la capucha, pero su voz era clara, templada como el filo de un cuchillo bien afilado.

—Mi nombre es June. No vine a llevarlo. Vine a advertirles.

Ninguno de los dos se movió. Claudia sintió que aquel nombre le oprimía el pecho. No sabía por qué, pero sonaba familiar. Como si lo hubiese escuchado en una conversación que nunca tuvo.

La dejaron entrar. El fuego de la chimenea aún ardía tenuemente, y la estancia olía a leche hervida y madera vieja. June se sentó sin mirar a su alrededor, como si ya conociera cada objeto de la casa. Tenía la calma de alguien que ha cruzado demasiadas fronteras interiores.

Extrajo de su capa una pequeña caja metálica, desgastada por el uso. La colocó sobre la mesa con precisión. Luego, con lentitud ritual, extrajo de ella un sobre sellado con una cinta roja y una tarjeta plástica de bordes dorados con símbolos que Claudia no supo reconocer.

Todo parecía sacado de una tecnología futura, pero también antigua. Atemporal.

—Ese niño no debía haber salido de nuestras instalaciones. Es una anomalía. Lo llaman “producto defectuoso”, pero no lo es —dijo, sin levantar la voz—. Fue modificado. Desde el embrión. Con códigos que ni siquiera nosotros comprendemos del todo.

Julio la miraba en silencio. Claudia estrechó al niño contra su pecho.

—Ese niño… fue diseñado para aprender. Para adaptarse. Y para elegir. Nunca debió activarse. Y sin embargo, está aquí —añadió June, con un brillo húmedo en los ojos.

La caja metálica emitió un pequeño clic al abrirse del todo. June sacó un chip ovalado, de superficie pulida. Al tocar la mesa, una línea de luz azul lo recorrió. Claudia retrocedió un paso instintivamente.

—Esto contiene parte de su perfil genético, patrones de comportamiento y… algo más —murmuró June—. No lo abran antes de que cumpla tres meses exactos. Si lo hacen antes, podrían liberar procesos que aún no están maduros.

El bebé, en brazos de Claudia, giró la cabeza hacia June y emitió un balbuceo dulce, como si la reconociera. June se estremeció.

—No me busquen. No me llamen. Si sobrevivo… nos volveremos a ver.

Se levantó, volvió a cubrirse el rostro con la capucha y desapareció por la misma senda por donde llegó, tragada por la noche sin estrellas.

Julio no podía dormir. El reloj marcaba las 3:37, la misma hora en que todo había comenzado días atrás. El silencio era ahora más denso. Parecía tener bordes y peso. Encendió su viejo portátil, el único que había aislado de la red desde que abandonaron la ciudad. Insertó el chip.

En la pantalla, todo estaba cifrado. Carpetas con nombres sin sentido. Hasta que encontró una, pequeña y discreta: “ORIGEN.txt”. Al abrirla, apareció una sola línea:
REEKON no fue diseñado para obedecer. Fue diseñado para aprender… y elegir.”

Debajo, una cadena larguísima de caracteres: código genético. Al principio no entendió. Luego, una certeza brutal lo golpeó en el pecho: había patrones conocidos. Fragmentos que había visto antes. Uno en especial, que recordaba de sus propias pruebas clínicas. Otro, de los archivos de Claudia.

Ese niño… era de ellos.

No era una donación aleatoria, ni una crueldad del destino. Alguien había utilizado sus células para crear algo que ya no sabían si era humano o más que humano.

Mientras Julio miraba fijamente la pantalla, Claudia dormía en la habitación, abrazando al bebé. En su sueño, caminaba por un bosque blanco, cubierto por una nieve extraña que no helaba. Todo era silencio, pero no era un silencio vacío: era el silencio que precede a una revelación.

El niño caminaba delante de ella. Tenía el cabello más largo, los ojos completamente negros, como dos lunas nuevas. Se giró, y con una voz clara, que era la voz de Julio cuando era joven, le dijo:

—No soy lo que esperan. Pero sí soy lo que tú necesitas.

Claudia despertó con un sollozo mudo. El niño dormía, plácido. Lo tomó en brazos, retiró la manta, y notó que donde antes había un código de barras, ahora solo había piel limpia.

La marca había desaparecido.

Cuando Julio entró en la habitación, Claudia ya estaba sentada en la mecedora, con el niño en brazos. No necesitaban hablar. El bebé se desperezó, estiró una manita, y le tocó el rostro a Julio con una ternura inexplicable. Murmuró una palabra ininteligible, pero que ambos creyeron entender.

—¿Dijo… “mamá”? —preguntó Julio.

Claudia asintió, con lágrimas temblando en los bordes de sus ojos.

—No sé si es humano —dijo él—. No sé si nosotros lo somos aún. Pero sé que no quiero entregarlo a nadie. Quiero… protegerlo.

El sol apenas comenzaba a insinuarse entre los pinos cuando Julio salió al jardín. Algo en el ambiente era distinto. No el aroma de la mañana, ni el crujido de las hojas… sino un zumbido bajo, apenas perceptible, como si el aire vibrara en una frecuencia nueva.

Entonces lo vio.
Suspendido entre las ramas, casi inmóvil, flotaba un pequeño dron esférico. Sin luces. Sin ruido. Solo ahí. Observando.

Julio no dudó. Corrió al cobertizo, cargó la vieja escopeta con las manos temblorosas y disparó. El impacto fue certero. La esfera cayó y al tocar el suelo, estalló en una llamarada de chispas.

Entre los restos, vio un chip aún humeante.

El logo de SoftwareGenetics era inconfundible.

Dentro de la casa, Claudia ya estaba recogiendo lo esencial. No dijeron palabra mientras guardaban lo que podían. En la mecedora, el niño los miraba en silencio, con esa expresión vieja y sabía que parecía no pertenecerle.

Cuando salieron por la puerta trasera, el cielo aún tenía tonos violetas. Extraños. Como si el mundo estuviera mutando con ellos.

—Tenemos que movernos —dijo Claudia sin volverse—, antes de que nos den por muertos…
o nos quieran estudiar.

Y sin mirar atrás, se adentraron en el bosque.

Juan David Aguilar Botero