CAPÍTULO 1
La mañana del atraco, Esther Bonilla
Somosierra, la dueña de la librería, había salido a buscar un café en el bar de
la esquina. A sus veintisiete años, se había convertido en empresaria al
heredar de su padre el viejo establecimiento, que llevaba en su familia,
pasando de generación en generación, más de un siglo. Lo que en un principio
había comenzado como el punto de reunión de los lugareños, con los años había
ido evolucionando hasta convertirse en un referente dentro del gremio de los
libreros. Y Esther, aquella joven de larga melena rizada y ojos negros como el
carbón, continuaba con el legado familiar, aprovisionándose de todo ejemplar
que le llamara la atención, en un intento de rescatar los libros olvidados para
darles una segunda vida.
Aquella mañana, mientras se encontraba
acodada en la barra del bar, esperando a que le prepararan un café largo y un chocolate
para llevar, de repente escuchó una algarabía en la calle y, al momento, unos
disparos. Todos los presentes en el bar corrieron hacia la puerta, para ver qué
había pasado. Cuando Esther escuchó que habían atracado la librería, palideció
y, con el alma en un puño, salió corriendo hacia su negocio. Los primeros
policías acababan de llegar y trataron de impedirle el paso, pero ella se
identificó y la dejaron pasar. Al entrar, no pudo evitar un grito. En el
pasillo de la entrada, rodeada de libros por el suelo, estaba el cuerpo sin
vida de su empleada, tumbada boca abajo sobre un charco de sangre. El desorden
era evidente, sin embargo, contra todo pronóstico, el dinero de la caja estaba
intacto.
El oficial al mando se dirigió a Esther:
—¿Es
usted la propietaria? —preguntó.
Ella solo pudo asentir con la cabeza.
—¿Conoce
a alguien que pudiese tener algún motivo para hacer esto? ¿Tiene algún libro lo
suficientemente valioso como para que quisieran robarlo? ¿O acaso su compañera
tenía algún problema que usted supiera? ¿Algún novio resentido, quizás?
—Sinceramente,
no lo sé —respondió la joven—. Es cierto que tengo muchos libros antiguos, pero
no creo que sean tan valiosos como para justificar un robo. Y en cuanto a la
vida personal de Sara, aunque nos llevábamos muy bien y tenía plena confianza
en ella, era muy reservada para sus cosas. Nunca me contó nada de su familia,
ni de si tenía novio o no. Aunque, ahora que lo pienso, una vez llegó con el
brazo lleno de hematomas. Cuando le pregunté, me dijo que se había caído en su
casa, que se había resbalado en el baño y se había dado contra el mueble del
lavabo, pero que no había pasado nada. Me resultó extraño y le comenté que si
tenía algún problema podía contar conmigo, pero solo sonrió y me dijo que
estaba todo bien.
—Bueno,
necesitaré sus datos para poder investigar y tratar de encontrar una conexión
con lo que ha ocurrido —continuó el oficial. Y también necesitaré que me diga si
ha desaparecido algún volumen.
—De
acuerdo —dijo Esther—. En cuanto pueda revisar todos los libros, se lo diré. Y
los datos de Sara están en su contrato, en el ordenador. Ahora se los doy.
Se dirigió con el oficial a la trastienda,
donde tenía su portátil, y buscó el contrato.
—¡Qué
raro! —exclamó pensativa.
—¿Ocurre
algo? —preguntó él.
—Estaba
segura de que en el contrato aparecían todos sus datos, pero ahora solo veo su
nombre y su DNI. No hay dirección, ni teléfono, ni correo electrónico…Es muy
raro… Da la sensación de que alguien los borró…
—Creo
que, entonces, no nos va a quedar más remedio que llevarnos el ordenador.
Nuestros técnicos lo analizarán para ver si pueden encontrar una solución a
este misterio. Se lo devolveremos lo antes posible.
El policía hizo salir a Esther, pues sus
compañeros aún estaban trabajando, buscando huellas. Ella decidió esperar,
sentada en el banco que estaba frente a la puerta de la librería, mientras
observaba al grupo de personas y de material que entraban y salían. De cuando
en cuando, echaba un vistazo a los dos lados de la calle, como si, con
disimulo, estuviese buscando a alguien. En el momento en que vio al coche azul
y gris, con los cristales tintados, parado junto a la esquina, lo supo.
Autora: Rosa M. Calvo